miércoles, 20 de noviembre de 2013

Humana, demasiado humana

    Recuerdo que, en una ocasión, a mi mejor amigo se le ocurrió comenzar un trabajo con una frase que, leída en voz alta e imitando a Sean Penn en "Yo soy Sam", tenía mucha gracia. De hecho, fue (y sigue siendo) motivo de carcajadas. Era algo así:
"La parte más difícil de un trabajo es empezarlo, pero bueno, yo ya lo he hecho..."
    Magistral, ¿no es así? A mí me lo parece. Tanto es así que me apropio, por esta vez, de su habilidad. Desconozco la calificación que recibió, pero lo bueno de los blogs es que no se pueden puntuar. Gustan o no gustan. No busco aprobación, aunque siempre es de agrado que al lector le guste lo que tiene a su disposición.

     Desde que me decidí a empezar con esto del Blog, he recibido muy buenas críticas, y, lo más importante, de personas que, desde mi perspectiva, merecen la pena. Personas a las que considero inteligentes, que no tienen motivos para regalarme los oídos, que no tienen esa obligación moral de darme una palmadita en la espalda o de aplaudirme. También es cierto que alguna crítica me ha caído, pero espero haber aprendido algo de ellas y volver con un poco más de fuerza para parirme a mí misma a mi manera, sin irme por las ramas, siendo fiel a mi forma de escritura, que, a mi forma de ver las cosas, es bastante sencilla pero, como todas las escrituras que salen del corazón (ojalá fuesen así todas, independientemente del contenido), personal.


    Llevo unos días un poco difíciles. Me canso con facilidad de las personas, me lo tomo todo como algo personal, he conocido de primera mano algo que, hasta ahora, únicamente me habían contado y yo había ayudado a superar, me aburren las conversaciones, me llevo las manos a la cabeza a causa de la actitud de las personas, de las cuales, ni siquiera esperaba algo. La llama que ardía en honor a ese ideal con patas que tan ilusionada construí se ha apagado, y demasiado había durado. Y, la situación en casa siempre es harto inestable. Parece que esté programada para paladear, únicamente, las situaciones desagradables. Sin embargo, lo desagradable siempre puede serlo un poco más, y, mis preocupaciones, ahora que las enumero, son bastante vacías y superficiales. Muy dignas de un estado apocalíptico/premenstrual, que así es como me encuentro desde el mismo día que se me retira el período. 


    Demasiado carácter me gasto, demasiadas energías depositadas en cosas que no tienen vuelta de hoja. ¡Y eso que sólo he plasmado los problemas que me rodean a mí, como individuo que siempre se desenvuelve dentro de pequeñísimo círculo, ya no como parte de una sociedad que no me apetece adjetivar, estudiante, paciente o cliente...! Quizás, el problema resida en las esperanzas depositadas en las personas. "Madre mía", me digo a mí misma. Pero, ¿cómo es posible que, con lo pesimista que he sido siempre, albergue esas esperanzas? ¿Por qué he creído alguna vez que puedo cambiar la forma de pensar de mi madre, anclada en alguna zona espacio-temporal remota, o intentar hacer ver a mi abuela que los matrimonios se rompen y la vida sigue? ¿Por qué parto del prejuicio que todo el que ha elegido estudiar Filosofía no va a ser un corrupto? ¿Por qué he creído alguna vez que no merezco cierta actitud por parte de alguien por el hecho de haberle tratado bien con anterioridad? ¿Por qué he buscado comprensión a toda costa? ¿Por qué me resignaba a caer del burro?


    Llevo un tiempo escuchando la teoría, pero posponiendo la práctica a toda costa, y me temo que ésta me ha arreado, fuerte, en la cara. Bien me lo tenía merecido, pero no por albergar, como he dicho, aquellas esperanzas, no. Me refiero al hecho de tomármelo como me lo tomo. Es insano, cansa y, aunque me agraden las arrugas, creo que soy demasiado joven para añadir más a la cesta. Ya llegarán cuando tengan que hacerlo, cuando la base de maquillaje ya no las pueda disimular. 


    Mi mejor amigo, al que dedico por entero este escrito, siempre me ha dicho que he de aprender a reírme de estas situaciones. De éstas y de todas, vaya. Nada se puede hacer con el dogmático, como tampoco con una persona que se vende con facilidad que, su precio, aunque no muy alto, al fin y al cabo algo vale. Baltasar Gracián los describe mucho mejor de lo que yo podría:
"...Gente sin alma; muchos, que parecen personas y son plazas muertas. Todos estos sí que me causan a mí grande horror, y tal vez se me espeluzan los cabellos."
Evidentemente, sé que todo va a seguir donde y como estaba. Pensándolo bien, me quito un gran trabajo de encima admitiéndolo. Ya está, ya pasó. Y eso que, en realidad, nunca hubo tempestad y nunca reinó la paz. En cualquier caso, sí noto un cambio en mi forma de digerir ciertos acontecimientos. He tenido la enorme suerte de contar con buena compañía. Hay personas que no es que te adornen con alhajas, sino que te ayudan a aceptarte y quererte en la vertiginosa desnudez. 

Estoy contenta conmigo misma. Es algo que no había sentido nunca hasta hace bien poco. Cometo errores, claro, pero sé lo que quiero y no quiero soportar. Sé que amistades verdaderas hay menos que dedos en una mano, sé que la unidad familiar se rompe y es lo normal cuando uno desea encontrarse a sí mismo y despojarse de todo lo que han querido que seas, que, en el fondo, no es sino un vivo reflejo de ellos mismos. Sé que no necesito tener ocio todas las semanas para sentir que hago algo con mi vida, sé que estoy en la carrera que quiero (a pesar de que me haya decepcionado en enorme medida, aunque la culpa no sea de la pobre Filosofía, sino de personas que creen haberse adueñado de ella y no al revés, por lo que no han comprendido nada desde un principio). También sé que no puedo cambiar el punto de vista de alguien sobre algo si éste ni siquiera se plantea la posibilidad remota de andar equivocado. También, que no tengo idea de nada, pero he aprendido que admitir no saber es un lujo que no todo el mundo parece querer permitirse. Y eso que es gratis. También sé reconocer cuando una persona, ignorando toda circunstancia/problemática, me roba el aliento y se instala en mi pensamiento. También he aprendido a dar la cara en esas circunstancias: comprendí que el silencio y el disimulo me convertirían, algún día, en la abuela más verde concebible. Es lo que tiene la represión, que por algún lado tiene que salir. Y, no es que esté segura de que no vaya a serlo, pero que no sea por eso.

    Me parece que ya he expuesto todo lo que quería. Quiero, en algún momento de flaqueza, dirigirme a este escrito y recordar lo que me impulsó a publicarlo. Es lo bueno de la escritura y de la música, incluso de los olores. Son los únicos que pueden hacer que vivas de nuevo esa sensación que no alcanzas por ti mismo. El otro día, por ejemplo, volví a sentir esa sensación de nerviosismo, ilusión y ganas de empotrar (porque para qué me voy a poner poética, si no soy digna de que entréis en mi casa) frente a alguien. Al acabar la cita, regresando a casa, quería revivir lo que sentí justo en el momento de tenerle delante. Me era imposible. Quise recordar toda la conversación con la mayor fidelidad, pero tenía lagunas, y no pocas. Terminé dándome por vencida: cuanto más te esfuerzas por reproducir un recuerdo, la proyección es más y más borrosa. A eso, se le suma la realidad paralela que has diseñado en tu cabeza. Imposible recordarlo todo, pero sí la esencia. Así pues, que quede constancia, al menos, de que aquello y todo lo demás sobre lo que os he hablado hoy, ocurrió.



PD: Tengo la inmensa suerte de sonreír cada vez que recuerdo estar viendo "Radio Encubierta" con mis amigos, va a hacer dos semanas. Nos lo pasamos realmente bien, y, si no habéis visto la película, que os sirva de recomendación. Si estáis enamorados de Philip Seymour Hoffman, os gusta la buena música, el cachondeo, los trajes entallados en cuerpos imposibles, las barbas pobladas y no sabéis beber, ¡también es vuestra película! 


domingo, 27 de octubre de 2013

Apología de Carlos Areces

Ayer tuve la ocasión, después de cuatro o cinco años, de volver a ver a un viejo ídolo. Aunque, para mí, más que un ídolo es un amigo, ya que el cariño que he depositado sobre él ya ha sobrepasado la barrera de la simple idolatría. Evidentemente, es porque él ha hecho que así sea. 

Hace mucho que descubrí a Carlos Areces. Comencé a ver La Hora Chanante para después pasar a Muchachada Nui, y pronto, muy pronto, uno de los chicos empezó a ganarse mi respeto. No era el que más actuaba, precisamente. Parecía que la sombra de Joaquín Reyes o Ernesto Sevilla eran largas, muy largas, ya que éstos abarcaban la mayor parte del protagonismo. Por alguna razón que tengo bastante meditada pero que sobra exponer, pronto me cansé de Joaquín como de Ernesto, porque alguien había conseguido eclipsarlos con sólo unos segundos sin hacer necesariamente nada.

¿Qué me gustaba tanto de Carlos? Sin duda alguna, su pasividad. Él salía en televisión, trabajaba actuando delante de una cámara, pero la situación no era distinta a cuando yo me levantaba por la mañana y me miraba al espejo, descubriendo en mi rostro unas alegres guacheras blanquecinas y resecas. Pasividad absoluta, vamos. Una actitud de "esto no va conmigo" que no podía no maravillarme. Supongo que me sentí muy identificada con ese aspecto. Y ahí empezó todo. 

Tuve la inmensa suerte de poder conocerle un día de rodaje, en Madrid. Se trataba de un sketch dirigido por Nacho Vigalondo, y por poco no pude ir por ser, entonces, menor de edad. Si no recuerdo mal, tenía 16 años cuando eso ocurrió. Nunca olvidaré aquel dolor de estómago al ver a mi ídolo de espaldas, caracterizado como Marty McFly, como tampoco aquellos abrazos que me dio. Recuerdo perfectamente todo. Siempre que lo hago, se me dibuja una sonrisa en el rostro. Es entonces cuando comprendes que, por mucho que haya pasado el tiempo y te hayas dejado cosas por el camino, las recuerdas con mucho cariño a pesar de todo. Porque sí, en mi caso fue así. Todo lo que me unía a Carlos (enfocando el escrito hacia su persona, porque así lo he decidido), se perdió, así que dejé de verle durante una larga temporada. 

Nunca dejé de seguir sus pasos. Recuerdo la felicidad que sentí al ver en el cine, por primera vez, Balada Triste de Trompeta. Por fin alguien había visto lo que yo en él. Por fin alguien le daba un papel serio, un papel protagonista, un papel tragicómico donde dejó bien claro que se puede provocar cualquier emoción en el espectador si lo haces bien. No importaba que viniese de hacer comedia en un programa de chichinabo. Los orígenes no importan en absoluto cuando lo que se tiene es talento. Desde ese momento, Carlos dejó bien claro que podía con cualquier cosa que le echasen. Recuerdo lo mucho que deseé volver a verle entonces. Quise felicitarle, pero tampoco podía hacerlo. Además, Ojete Calor desapareció del mapa y, si tenía pocas ocasiones de volver a verle, se reducían todavía más. Estas cosas y otras más, me las fui guardando en el cajón de cosas que decirle algún día, el cual, hoy, he decidido abrir y ordenar un poco.

Tuvo que pasar mucho tiempo hasta el día de ayer, que volví a verle. Desde entonces, él no ha parado de trabajar. Ha tenido tiempo de demostrar quién es, y, sobre todo, lo muchísimo que promete. Ya tengo yo ganas de que vuelvan a darle un buen papel en el cine, como hizo Álex de la Iglesia con Balada Triste. Pero, claro, no las tenía todas conmigo. Yo soy una persona bastante insegura, aunque pueda parecer lo contrario, y siempre me voy a lo peor. Pensé que, cuando volviera a verle, podría no ser lo mismo que hace años. Son cosas que pasan por la cabeza cuando dejamos de ver a alguien a quien tenemos mucho cariño. Incluso pensé que podría no acordarse de mí, así que ayer me llevé una grata sorpresa.

Ahora comienza el escrito desde una perspectiva más actual, (no menos real o sentida que la anterior). Quizás pueda escribirlo algo mejor, pues está todo bastante más reciente, lo cual está genial teniendo en cuenta que estoy escribiendo sobre ayer por la noche. 

Como he dicho anteriormente, estaba deseando tener una nueva oportunidad para volver a ver a Carlos. Desde que le vi por última vez, tanto en su vida como en la mía han acontecido muchísimas cosas, lo cual me provocaba algo de inseguridad a la hora de verle. Pero, cuando ya estábamos pegados al escenario, en primera fila, esperando a que salieran Ojete Calor, aquella sensación, algo agorera (muy típica en mí) pasó. Quizás tuvo algo que ver el whisky. O no. El caso es que, cuando volví a verle, sentí una alegría enorme. Un sentimiento que tenía abandonado volvió a salir anoche, y lo hizo como nunca. Además, me dieron la oportunidad de cumplir un sueño, que es salir al escenario con ellos. Quizás me curaron el miedo escénico para siempre. Pronto lo descubriré en clase, ya que me toca exponer a Aristóteles en un par de semanas... Pero lo mejor vino a posteriori, cuando por fin pude ir a hablar con ellos. 

Yo estaba, verdaderamente, muy nerviosa. Supongo que lo notarían. Quise expresarles la alegría que sentí en ese momento, pero creo que no fui capaz, porque debí quedarme sin palabras. Cosas del directo. En cualquier caso, imagino mi cara de emoción mirando a Carlos mientras él me decía cosas (porque soy consciente hasta cierto punto de los acontecimientos cuando le veo, es decir, yo veía, por ejemplo, que emitía sonidos por su boca) y yo trataba de contestarlas con la máxima coherencia posible, como si verdaderamente me estuviera enterando de algo.

Estuvo como siempre, muy cariñoso y detallista, con nuestras bromas de siempre, las cuales me encantó que recordase. La verdad es que, aunque todo fuese como siempre, algo había cambiado. Debe ser que cinco años dan para mucho, sobre todo cuando pasas de los 17 a los 22 (aunque para algunos os pueda parecer una diferencia ridícula), pero en mi vida han cambiado muchísimas cosas, en especial yo y mi forma de verlas, de digerirlas. Anoche pude experimentar que algo que me ha encantado siempre, ahora lo sigue haciendo, pero de forma diferente. Trataré de explicarme: lo esencial continúa intacto, y se hace visible cuando yo me quedo sin palabras delante de mi amigo e ídolo Carlos Areces. Pero los cambios que experimento llegan algo más tarde, no mucho más. Más concretamente, de camino a Valencia, en el coche, mientras piloto y copiloto cantaban Wuthering Heights, de Kate Bush, y mis dos compañeros de la parte de atrás iban dormidos. ¿Qué había cambiado? 

Supongo que las circunstancias. Hasta entonces, había visto a Carlos con unas personas, en un círculo distinto, y yo sufría, en mayor medida (mejor no os lo imaginéis), los gajes de la adolescencia más profunda, que incluyen algo más que abundante acné y que algo tiene que ver, también, con la tontería más profunda. Ahora es algo distinto: aunque sigan apareciendo granos en mi rostro y se encuentren rastros de tontería (es algo que forma parte de mí), ayer todo transcurrió de manera distinta. Ayer fui yo misma, no forcé absolutamente nada. No quiero decir que lo hiciese en un pasado. No sabría explicarlo, pero si tuve esa sensación anoche será por algo, porque debí notar una diferencia palpable. 

Estuvimos tranquilos en el hotel donde se hospedaban, hablando un rato. Aunque Carlos estuviese hablando con un compañero y yo con Aníbal y mis amigos, intercambiamos alguna que otra mirada. Miradas cortas, pero para mí muy reconfortantes. Y, es que, si algo me gusta de Carlos, es lo que expresa con los ojos. Podría ser mudo y me daría igual, efectivamente. De hecho, no cantaría peor. Le observaba con atención en la medida en que me era posible hacerlo. Veía en él a una persona muy inteligente que, cuando se quita la máscara y baja del escenario y se pone sus camisetas y sus vaqueros, es él mismo y punto. Un hombre normal, como todos. Cuando admiras a alguien te cuesta mucho verle tal cual es, sin ese halo de luz a su alrededor, santificando cada cosa que dice o hace, pero, en mi caso, ayer fue distinto. No es que todo lo que haga me encante o desagrade. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de un hombre que se quita un vestido de comunión y bebe Coca-Cola con la lengua que, después, bebe agua en vaso y quiere irse a dormir porque está agotado de trabajar. Son cosas normales que ayer me encantó apreciar en él. No es nada especial, lo sé, pero el hecho de que no le guste salir por la noche hizo que ganase puntos para mí. Por eso quiero destacar, ante todo, que ayer descubrí lo que más me gusta de él y hasta entonces desconocía, aunque intuía: la capacidad de dejar de hacer el tonto con la mayor dignidad posible para, también, ser un hombre normal y tranquilo, con sus cosas. Le encontré cansado, muy cansado, pero me gustó mucho que se mostrase tal y como se encontraba. Es algo que la mayoría no hace, ya que se esfuerzan en ser lo que no se puede las veinticuatro horas al día. Tras el descanso en el hotel, llegó la hora de irse. La despedida fue muy bonita, nos dimos un fuerte abrazo, y me fui con la sensación de que todo parece indicar que más pronto que tarde, volveremos a vernos. No sé si en Valencia, Madrid, Córdoba o Barcelona. Con nosotros nunca se sabe.

Terminando ya: podríais leer este escrito y pensar que soy una fan loca. Quizás, en cierto modo sea así. No os quito vuestra parte de razón, pero no se trata de un hecho injustificado. Carlos ha hecho posible que, a pesar de todo, mi cariño y gratitud por él no haya hecho más que aumentar. Además, a cualquiera le haría feliz tener una relación tan auténtica con alguien que admira.

Os dejo con la foto de ayer. Espero que os guste.



sábado, 5 de octubre de 2013

Los santos inocentes

Ya hace algún tiempo, antes de que el cine fuese un pilar en mi vida, me topé un buen día con esta película. No recuerdo haberle puesto gran atención. De hecho, tengo únicamente el vago recuerdo de verme en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, años más tarde, y repitiéndose la deprimente escena (cambiando, eso sí, la disposición al séptimo arte y quizás, la fragancia de algunas gotas de madurez adquirida con el tiempo), volví a toparme con ella. Ahora sí: puede decirse que fue la primera vez que veía, realmente, la película. Porque esta cinta no puede mirarse como quien mira Los Simpson al mediodía.

Cuando ves por primera vez Los santos inocentes no puede sino impactar, y lo hace como un puñetazo en el estómago de buena mañana, después de haber tomado el café, cuando todo parece transcurrir con normalidad. Pero esta película tiene algo. Es como esa llamada al teléfono, después del café, que rompe y aniquila todo signo de tranquilidad que acostumbra a apaciguar el ambiente. Es la puerta de bienvenida a un pasado no tan lejano que, de algún modo, todavía aletea en nuestra memoria, en nuestra forma de ser y reaccionar ante la vida. Porque la injusticia nunca ha dejado de respirarse. Ni ésta, ni otros tantos temas que la película toca.

No me gustaría contar de qué va, mas prefiero dejar constancia por escrito en algún lugar sobre lo que más me ha llamado la atención del largometraje. No es poco. El que avisa, no es traidor.

Cuando ves la película resulta inevitable resoplar, apretar los puños, dar rienda suelta al tic de las piernas inquietas, reír e incluso tener la necesidad imperiosa de encenderte un cigarrillo cuando te come el estómago la ansiedad. Así es, no exagero en absoluto. ¿Quién en su sano juicio podría pasar por alto los mil y un detalles que nos brinda Mario Camus? Sin duda, alguien que se dedique a verlas venir y verlas pasar. Alguien que afirme sentir por el hecho de ser humano y tener adjunta esa propiedad. Pero, ¡ay! bien sabemos que no todo el mundo puede hacerlo, y mucho menos de la forma en que sería menester.

Como he dicho anteriormente, no deseo contar la película, pero sí quisiera destacar algunos detalles que, personalmente, me llegan a lo más profundo del corazón. Creo que no me equivoco en destacar el temor, el rol de servidumbre, la (no) dignidad, la miseria, la venganza, la inocencia y lo más artificial y tóxico de todo: la jerarquía.

Nos encontramos ante un Alfredo Landa brillante como siempre, haciendo el papel de un perro apaleado disfrazado de padre de familia, siempre agradecido por ser premiado con unas pocas migas de pan duro, tristes sobras de un exquisito banquete que debió tener lugar hace algunos días. Por otro lado, Terele Pávez. No es que tenga demasiado protagonismo en la película, pero tampoco lo necesita: esta actriz encarna como nadie el papel de una mujer miserable, harta de la vida y resignada, madre de una familia sometida y rota. Por otro lado, sus hijos. Uno de ellos, sin nombre. Debe ser lo mejor para no encariñarse con una criatura sin porvenir a causa de una grave enfermedad y escasez de medios. Y, cómo no. Francisco Rabal. Sin duda, el papel más notable del celuloide. Me atrevería a decir que el título de la cinta se refiere a él; aunque todos, salvo los señoritos explotadores, sean santos inocentes. Unos, por temor: la jerarquía fluye por las venas de todo el que no piensa, pues no se cuestiona bajo ningún concepto que hay señores y explotados. La desgraciada familia ha adquirido el rol de esclavos, y viven agradecidos. Otros, por instinto: el papel de Rabal encarna a un pobre hombre retrasado, blanco fácil de todas las bromas en las mesas con sirvienta, mantel y cubertería. Blanco fácil que sorprenderá a pesar de su evidente inocencia (pues en la película encontrarán numerosos detalles que justificarán la misma, algunos que retratan con la mayor fidelidad lo grotesco y repugnante de nuestra asquerosa facultad de ser), con personificar la parte más animal de la condición humana, la venganza, la rabia y el odio. Ojo, también el cariño y la entrega ciega a lo que sea, poco importa (pongamos un pájaro, como es el caso) con tal de sentir esa placentera reciprocidad y plenitud del sentirse parte de una mitad cuya unidad en sí misma es pura entelequia.

La película vale la pena por la mirada de Alfredo Landa. No hace falta que pronuncie palabra, lo comprobaréis sin dificultades. También, por esas carreras de Terele Pávez a la verja del cortijo del señorito, marcadas por un paso firme pero a la vez indeciso y algo torpe, propio del velo de la responsabilidad que envuelve el más puro temor al fracaso, ridículo o lo deshonroso. También por la actitud de Francisco Rabal, un anormal que termina siendo el plato frío que nadie espera debido a sus pocas luces. Un hombre adorable que nunca olvida a quién se dirije, y que, quizás, incluso lo sabe mejor que los que parecen estar cuerdos y han elegido ser santos, pero a sabiendas.

Expresiones como "el trabajo dignifica" o "ver, oír y callar", quedan aniquiladas en el filme. Una inmejorable forma de romper con la tradición, con la escasez de remedio. Una lección de cordura de la mano de un paleto miserable. Un espejo sobre el que admirar nuestra auténtica identidad harto reprimida y disfrazada de salvaje. Porque las normas, las jerarquías y modales no son más que una farsa, invención de unos pocos para otros muchos, siempre en favor de los primeros, desconociendo que la vulnerabilidad y la muerte es lo que nos asemeja, pues la ceniza no deja de ser lo que es, y los gusanos más de lo mismo.




domingo, 29 de septiembre de 2013

Un recuerdo de infancia

Hace un rato, mientras intentaba dormir la siesta como cada día (nunca lo consigo) me ha venido un viejo recuerdo. En realidad no es tal, sino que mi madre me lo ha contado tantas veces que, de la imaginación, la brotado un falso recuerdo del cual no tendría por qué dudar. 

Al parecer, cuando era muy pequeña e iba a la guardería, había un niño que, por alguna causa, me gustaba. Por lo visto, él se me acercó y yo le facilité mi mejilla para que pudiera besarla. Mi madre lo recuerda bien. Aquel niño no me dio lo que esperaba, un beso inocente que me colmase de ternura, lo único que yo conocía. Debí recibir, en su lugar, un fuerte mordisco que, según testifica mi madre, me dejó marca durante un tiempo. "Así de tierna y confiada has sido siempre, hija", suele añadir al terminar de contarlo.

Le he dado muchas vueltas a esa hazaña. Lo he pensado, lo he imaginado, y realmente puedo revivir aquella angustia que no recuerdo. Es lo que consigue la imaginación y el hecho de pasarte el día dando vueltas a las cosas. Sé que no suena sano, pero cuando una persona es así, poco le importa si lo es o no lo es. Ya no podemos deshacernos de nosotros mismos. A estas alturas, no. Además, no sólo lo utilizo para martirizarme, sino que me sirve para aprender de mí misma en la medida que me es posible conocerme.

¿Acaso algo ha cambiado desde entonces? ¿Acaso mi disposición es distinta? No podría contestar a estas preguntas con rotundidad, pero me vais a permitir que me decante por un no. Y, es que, a estas alturas, a mis veintidós años (que no son nada y lo son todo), a veces sigo pensando que puedo recibir todo lo que doy. No sé qué hace falta para que me caiga del burro de forma definitiva, realmente no lo sé, ya que todavía ando dolorida de algún impacto contra el suelo. Parece que ni a golpes aprendemos algunos.

El hecho de que esté dudando de mi inocencia supone que ésta ya no tiene tanto protagonismo en mi vida. Lo único que sé es que hoy por hoy, seguramente, seguiría poniendo la mejilla como he ido haciendo a lo largo de mi vida. Parece que esa perspectiva, bajo un punto de vista que no es el mío, puede no agradar. O, quizás, también ocurre que les pesan más otra serie de circunstancias. El final es el mismo. 

Los motivos que te llevan a caer no importan, sobre todo cuando vas a ciegas y la droga te hace olvidar el peligro y el mismo dolor. Pero, como toda droga, el efecto acaba esfumándose, y ahí quedo yo. O tú. Y el dolor comienza a despertar y no duda en adueñarse de ti. Escuece, a veces incluso hay viejas heridas que no han terminado de cerrar. O sí, nunca lo tienes claro. Porque, ¿cuándo se supera algo? La gente habla mucho de superación, y espero que no se refieran al olvido, porque este es imposible si no tienes alzheimer o vas con el corazón en la mano por la vida. Pero cualquiera cambia, ¿verdad? Lo cierto es que yo me niego a hacerlo. Mira, algo que tengo claro. Todo apunta a que seguiré poniendo la mejilla y me expondré a lo que, en el fondo, todos nos exponemos: que te den otro mordisco o, por el contrario...







viernes, 27 de septiembre de 2013

Mi visión sobre Schopenhauer

"Las reflexiones de Schopenhauer sobre el amor, la mujer, el matrimonio o el dolor se suelen leer ahora como aforismos edificantes o graciosos. Son, en verdad, trágicos e ingratos."

Podéis leer estas palabras en la contracubierta de Los dolores del mundo, de Arthur Schopenhauer, (ed. Sequitur, Madrid, 2011). No, yo tampoco la conocía hasta ahora, y la verdad es que no me extraña, porque además de recoger aforismos del filósofo alemán sin ningún tipo de orden o criterio, de tal modo que el lector, de no tener cierta base o experiencia con el mismo, lo único que hará (con suerte) es echar auténticas pestes o, lo que es peor, no conseguir entender nada.


La contracubierta de la que hablo no es lo peor, hasta ahora, que he leído del librito. La introducción me ha parecido incluso más insultante que el fanatismo del que gozaría (más bien no) Nietzsche, de enterarse de que todos los quinceañeros que han sido abandonados por sus parejas, le profesan. Mirad qué pedazo de perla nos deja Daniel Mundo, responsable de dicha introducción a la recopilación de algunos aforismos desordenados con resultado incoherente del pobre Arturo:



"...El lector de Schopenhauer termina creyendo que para él realmente la vida no fue (y por lo tanto no es nunca) agradable, que el descubrimiento del cuerpo como principio trascendental no derivó en un ser-cuerpo que vivenciara la simpatía que relaciona todo lo que está vivo sino en un ser-cuerpo que exhibe la indefensión, el desamparo, el desasosiego que soporta todo lo viviente. Pensamiento lacerente que se hizo carne en la vida de Schopenhauer. A Schopenhauer habría que leerlo con tal seriedad que termina causando gracia."

Creo entender lo que este señor propone, pero siento decirle que lo expresa peor que mal. Primero nos dice lo que el lector termina creyendo, y, después, nos dice que deberíamos dibujar una sonrisa en nuestro rostro al leer. Una sonrisa, ¿de qué? ¿de lástima? ¿de ironía, quizás?


Schopenhauer, a mi entender, no es igual a pesimismo. Me gustaría no caer en lo que todo pesimista cae, que es confundir su visión de la realidad con la misma, y, desde luego, me resulta algo difícil siendo como soy. Muchas veces, admito caer en ese error. Ni de lejos he sufrido como lo hizo el pobre Arthur, pero, leyendo sus aforismos en algunos libros (de otras ediciones, gracias al cielo), caigo en la cuenta de que, efectivamente, él sí se tomaba eso de la vida con cierto humor. Muchos le han tachado de pesimista pasivo, muchos deben creer que este señor no salía de su casa o que pasaba las horas del día llorando sangre. Pues no, siento desmontar a vuestro líder, queridos emos, queridos incapaces, ansiosos de encontrar alguien a quien imitar, (y, si es un personaje que demuestre que habéis leído algo en vuestra vida, mejor. ¿No es así?)


Vivimos en la época del postureo, y parece que sufrir mucho o vivir amargado tiene cierto caché. Es como cuando algunas personas se visten como espantapájaros, no se peinan, van en chanclas (con suerte) y se creen que así son una especie de genios excéntricos vasto inteligentes. Se sorprenderían al saber que Schopenhauer vestía elegantemente, daba sus paseos después de la siesta con su caniche, comía siempre acompañado en una tabernita, dos copas de vino le hacían perder la cabeza en el mejor de los sentidos y, también, había lugar para sus noches locas con mujeres, cuando le apetecía. Hay que ver, ¡hasta los ídolos gozan de su sexualidad! ¡hasta los más tristes, tenebrosos y misántropos! ¿se nos cae ya el ideal, o todavía no? ¿nos damos más asco a nosotros mismos comparándonos con un grande con el que nos sentíamos identificados? Ahora cae el telón y nos descubrimos a nosotros mismos. Estamos solos, no somos nadie (él tampoco lo fue, recordemos que su único sueño era serlo, y que hacia el final de su vida lo consiguió) y ni comemos siempre acompañados, ni tenemos una rutina que nos satisfaga ni podemos acostarnos con quien nos apetece. Duro, ¿eh? y real. Y maravilloso. No soy él para asegurar que su vida y sus prácticas le llenaban, pero aprendamos del maestro como él lo habría querido. No le idealicemos de manera gratuita. Tomémonos la vida a risa, realicémosla ya que estamos aquí, ya que alguien decidió por nosotros traernos a este mundo.


El pesimismo no es lloriqueo, si bien al contrario. Es todo un ejercicio irónico aplicable a todos los aspectos de la vida. No caso con todo el pensamiento de Arthur Schopenhauer, ni con sus actos en cada ámbito de la vida. Trato de no ser fanática, intento no caer en lo que tanto me repugna. Pero creo haberle comprendido, puedo entender perfectamente que escribiese lo que escribió y que después se comportase, quizás, de un modo incoherente a sus planteamientos. La escritura nos libera de nuestros demonios, y, al soltar la pluma o perder de vista las teclas, la vida sigue. Pongamos fin a este escrito con un escrito del maestro, que viene muy a cuento:



"No advertimos la salud general de nuestro cuerpo, sólo advertimos el punto ligero en el que el zapato nos aprieta; no apreciamos el conjunto próspero de nuestros negocios, pensamos sólo en una minucia insignificante que nos aqueja. Negativos son pues el bienestar y la dicha, sólo el dolor es positivo."

Y, quien lo quiera malinterpretar, adelante.


jueves, 26 de septiembre de 2013

Comienza por el comienzo. Y, cuando acabes de hablar, te callas

Me gustaría saber si voy a arrepentirme de esta decisión en cuestión de días. Quizás lo haga en un espacio temporal todavía más breve. En cualquier caso, aquí estoy. Se conoce que no tenía suficiente con Twitter. Además, prefiero algo más serio. Un blog, cima de la seriedad y el talento amateur. Esto es sabido por todos, ¿no?

Hace tiempo, (algunos años, para ser un poco más exactos) tuve un blog en el que contaba cosas muy distintas a las que me agradaría contar en este. No prometo nada a mis lectores, si es que los tengo. Los que pierdan su tiempo leyendo estas palabras, supongo que ya me conocerán... y, en fin, de no ser así, pueden hacerlo (al menos hacerse una pequeña idea de lo que puedo ser o no ser) haciéndolo. 

En este mugriento rincón que plagaré de pensamientos sobre esto o lo otro, reflexionaré sobre lo que creo que es la vida, como también el amor, el desamor, la familia, las costumbres, el cine, la música, lecturas que me lleguen al corazón, o lo que me parezca. Podría haber abreviado todo con lo último, la verdad, pero así parece como más interesante y completo, como con mucha más carnaza. 

Supongo que lo más difícil de todo proyecto es empezarlo. Pues bien, el sentimiento es agridulce. No soy yo muy amiga de los blogs porque me da vergüenza hablar de ciertas cosas. Y, más que eso, el bochorno todavía es peor cuando te lees, tiempo después, y piensas pestes sobre tu persona. Por contra, considero que me puede venir muy bien escribir cuando lo necesite, puesto que me encantaría dedicarme a eso. Pero claro, somos muchos ya, ¿verdad? Y vete tú a saber qué es eso de hablar con propiedad. Aunque, bueno, ¿qué importará eso cuando vivimos en una época de tertulias semanales con supuestos expertos, harto ilustrados y predecibles en la que todo criterio es respetable? Como yo no encuentro respuesta a la validez del mismo, pues me lanzo a la piscina y expondré el mío. Poco tengo que perder, pues la dignidad no existe cuando estamos entre buenos amigos... Aunque éstos se cuenten con los dedos de una sola mano y te sobren dedos por todas partes, y aunque éste no sea el lugar idóneo para encontrarme con ellos, sino más bien, lo contrario. ¡Donde esté el cara a cara...! A pesar de todo, por suerte o por desgracia se me da mejor escribir que hablar. Muchos podéis llevaros ahora las manos a la cabeza: "¡cómo debe hablar entonces la colega!" pues sí, imaginad.

Nada más, por el momento, salvo dedicar el impulso a Arthur Schopenhauer, quien me abrió los ojos a mi realidad, como también tuvo el detalle de invitar a conocerme un poco más a partir de sus escritos. Por considerarle un gran maestro, por esos suspiros de alivio cuando sientes que alguien te entiende y lo plasma mil veces mejor de lo que tú podrías para poder leerle y comprenderte. Aunque no le haya conocido, aunque me haya sido imposible y aunque él jamás sepa de este humilde homenaje.