viernes, 12 de septiembre de 2014

Proyecciones justificadas

Hace tiempo que no escribo por varias razones. Entre ellas, se encuentra la decisión de última hora de no hacer públicos mis pensamientos, puesto que, cada día, me doy más cuenta de que no tienen cabida en ningún sitio. Tampoco es que importen, la verdad. Se debe escribir para uno mismo, o eso dicen, pero, ¿qué sería de todo lo que hacemos si no tuviera ningún tipo de repercusión en el mundo, o en nuestra diminuta e insignificante parcela del mismo? Debe ser que me gusta llamar la atención. El caso es que aquí estoy, y lo necesito profundamente. Una buena película me ha animado a reconciliarme con la indecisión frente al teclado. Siempre se encuentran excusas, y no vacilo en afirmar que ésta es la mejor que he encontrado en mucho, mucho tiempo.



Siempre acudo al estreno de las películas que contienen el nombre de Philip Seymour Hoffman. Esperaba muchas más, pero, como recordaréis, hace poco murió y, bajo mi punto de vista, se encontraba en la cima de su carrera. Su nombre sonaba fuerte y auguraba un éxito para el público exigente que se lo piensa dos veces antes de pagar nueve euros y medio por sentarse en una butaca y escuchar las palomitas deshacerse entre los dientes de los espectadores. 

La película es imprescindible. Entre tanto estreno absurdo, por fin nos topamos con una cinta que vale la pena. Un thriller que te mantiene en tensión de principio a fin y, no sólo eso, sino que va en aumento. Corbijn nos regala escenas de altísima calidad y profundo significado. No es, simplemente, una película de espías. Eso es lo de menos: hay muchísimo más, y sólo al que realmente comprenda la desesperación del personaje principal (el de Hoffman) le será posible recopilar cada uno de los detalles que harán que el espectador se largue a vomitar a causa de la tensión acumulada al terminar la proyección.



Una película nunca es la misma aunque su visionado se repita. Hablaré más de lo que, para mí, significa Philip Seymour Hoffman y, también, de mi extracción de la cinta que de la misma en sí. No me gusta contar las películas. Considero que, en este caso, sería un crimen.

Bueno: sea por lo que sea, hace algunos años, mi padre solía invitarme a su casa para ver alguna película. Si mal no recuerdo, me puso "Magnolia", y me quedé prendada de un tipo con la mirada perdida y desesperada, con un cabello rubio, inusual, que atrajo la mayor parte de mi atención. Siempre me ha gustado el cine, pero no siempre he sabido verlo, y todavía me queda mucho por aprender. Por aquella época, imagino que debí quedarme más impactada por la presencia de aquel hombre, más bien paticorto y rechoncho, que del guión magistral de tan inmensa película que volvería a ver años más tarde. Pasaron los años, las circunstancias cambiaron y mi manera de ver el mundo dio tal giro que, ciertamente, no recuerdo la inocencia y despreocupación de aquellos días (que, imagino, nunca fueron tal, pues siempre he acostumbrado a complicarme la vida). A veces lo echo de menos. Echo de menos algo que no recuerdo cómo era y que dudo que fuese.

Mis ídolos cayeron. Debían hacerlo y, lejos del deber, simplemente cayeron por sí mismos. Imagino que a muchos nos ha pasado. El cordón umbilical me impedía dar demasiados pasos sin salir de mí misma. No estoy hablando de falta de libertad, aunque sí de otras cosas. Toda carencia pasa a ser prioridad, de tal manera que, lo que tenemos, no solemos dotarlo de demasiada importancia. Bien, pues me encontré sola. Rematadamente sola. Así es como me siento últimamente. 

No sé cómo demonios recuperé al hombre del pelo más atrayente que he visto en mi vida, pero volví a toparme con él. Debí verle en alguna película y no hizo falta hacer consciente que sería mi actor favorito. Pero era mucho más que eso: no sé si le doté de todo aquello que me faltaba y necesitaba en un ser humano; no sé si él, realmente, era todo lo que yo podía desear, pero pasó a ser parte de mí y me tranquilizaba pensar que, en el otro extremo del planeta, había un hombre atormentado que trabajaba haciendo películas, dotado de un talento extraordinario e ignorado por la industria del cine, mucho más preocupada por hacer películas de superhéroes o estupideces de Julia Roberts encontrándose a sí misma entre paisajes exóticos. Una persona que se esforzaba por hacer de cada escena un momento único e irrepetible. Él no repetía, sino que empezaba de nuevo de una manera natural e incontrolada. Un tipo que contaba con una personalidad abrumadora. Un actor de pura raza, si se me permite la expresión, de pies a cabeza. Pero él no era Ryan Gosling. Las muchachas no suspiraban por él, (ya lo hago yo por ellas) por lo que difícilmente podía jugar sobre un abanico más amplio de géneros. Por suerte. Y no es casualidad que todo lo que tocaba se convirtiese en obra de arte. Él sabía elegir. Conocía sus límites, como también su punto atractivo a explotar. Y qué bien lo hacía.

La película, como he dicho, no sólo va de espionaje. Considero que tiene mucho que ver con el mismo Philip. Gunther (su personaje) es un profesional en lo suyo. Es inteligente, cauto y honesto. Parece que la vida le ha ganado la partida, que las malas experiencias no dejan lugar al buen augurio, al respiro, al triunfo. No obstante, trabaja para superarse a sí mismo y caerá en lo que caemos muchos: en la confianza en el semejante. Y, es que, cuando uno es como es, sin quererlo espera lo mismo del resto (no deja de ser algo egoísta, qué se le va a hacer) y, después, ocurre lo que ocurre, y llega un momento que dar cualquier paso en la vida cuesta el doble porque el miedo, a pesar de no tener nada que perder, asusta y mucho. Todos sabemos que siempre se puede tocar fondo un poco más. Pero, claro: el karma no existe, y todo buen acto no es correspondido. Hay ocasiones en las que sucede todo lo contrario: uno se esfuerza por actuar honestamente, por no jugar sucio, por hacer bien lo que sea que esté haciendo... Y parece no servir de nada, porque siempre hay un lugar para el mediocre, y de éstos está el mundo lleno. Los mediocres se divisan unos a otros y, como si fuesen perros, se huelen unos a otros para salir de dudas. Y, sí: normalmente, van con la predisposición correcta. Me recuerda demasiado a mi Facultad y todo lo que allí se cuece.

En fin: resulta que Philip se fue, y ya no me era posible pensar que había alguien en el mundo que, a pesar de todo, seguía adelante siendo el mejor y, a la vez, ignorado. Su lenguaje corporal en todas y cada una de sus películas es, exactamente, el mismo, y no me cabe duda de que todo aquello que escapaba a su voluntad era él mismo, y eso es lo que me gustaba. En mi mundo, las apariencias superan con creces a la esencia, y Philip suponía, para mí, una válvula de escape a todo ese tinglado. Adoraba su pelo grasiento, sus uñas sucias y su estómago exagerado. Adoraba su fidelidad a él mismo porque yo quería sentirme como pensaba que él debía sentirse. Imagino que, si acabó como acabó, quizá no estaba tan a gusto consigo como yo pensaba. No me extraña nada. El mundo aprieta y ahoga sin piedad, y a uno no se le permite ser, sin más. Uno se cansa, por supuesto que sí. Y, ante todo, está el aburrimiento. 

Tengo veintitrés años y, como diría Isabel Coixet, "la gente, por lo general, me da un asco..." Es cierto. Estoy aburrida de mi entorno, de las noticias de cada día, de las personas, de sus planteamientos, de su comportamiento previsible, de su mediocridad. No se trata de un juicio injustificado, aunque el lector pueda pensar misa. Se trata de que estas personas desechan el sentido del humor por una supuesta falta de profundidad. Se trata de personas que van de nihilistas, de existencialistas, de cultos y bohemios, de intensos, de poetas, de enfermos mentales. Hablan de la locura y la desconocen por completo. Hablan del amor y no sé muy bien qué es, van de nihilistas pero tienen fines, ¡vaya si los tienen! y, en efecto son tan vulgares como ellos mismos. Y no se trata de desprestigiar los placeres del cuerpo, no quisiera caer en el cartesianismo del que he pecado durante mucho tiempo. Es que, simplemente, me apetece desprestigiarles porque me aburren y resultan ser los más numerosos, para mi desgracia y la de algunas personas que, a mi parecer, tienen dos dedos de frente y viven preguntándose el motivo de esto o aquello para acabar determinando que la respuesta que buscan, simplemente, no tiene sentido. Y hay que sobrevivir haciéndose pasar por mediocre hasta que se te termina la paciencia, como es el caso. Considero que Philip se cansó. Él era un hombre inteligente.

Al salir del cine, tras los créditos, el negro se apoderó de la pantalla y podía leerse "En memoria de Philip Seymour Hoffman". En menos de un segundo, comenzó a sonar la inconfundible "Hoist that rag" de Tom Waits, y el mundo cayó sobre mi cabeza melancólica. Adoro esa canción, y adoro al hombre que había estado mirando durante un rato. Y ya no está, ni lo estará más. Y, la película, me sirvió para estudiar un poco más su personalidad, para descubrir sus verdaderos demonios, pero se acabó el repertorio sobre el que me era posible profundizar. Sólo me queda recurrir a lo que ya he visitado. Por suerte, como decíamos al principio, nunca se ve dos veces lo mismo. Si todo va con normalidad, me queda por vivir mucho tiempo y no volveré a descubrirle, aunque sí a redescubrirle. Me he sentido huérfana de talento, verdaderamente, y he recordado que ya no podía aliviar mis momentos de crisis pensando que él existía en alguna parte y que, en algún momento, me regalaría el resultado de su duro e impecable trabajo. Me he fumado un cigarrillo y, al consumirse, lo he tirado y se ha perdido para siempre. Y todo parece funcionar de la misma manera.



Siento que el lector, lejos de haber encontrado un análisis de la película, haya dado con una especie de cuaderno de desesperación. Simplemente, ya he dicho en un principio, la película ha ayudado a que sea capaz de poner por escrito parte de lo que me lleva atormentando desde hace un tiempo. El cine debe ser como la poesía, después de todo. Considero que está dirigido o escrito con una intención que puede deformarse hasta la saciedad dependiendo del consumidor. Ahí reside la belleza de este tipo de arte: nunca es definitivo y siempre está abierto a nuevas interpretaciones y cambios. Ayuda a vomitar pensamientos inconexos para dotarlos de un sentido que olvidaremos cuando la sensación de alivio desaparezca.

Gracias, Phil.


jueves, 6 de marzo de 2014

Estructura e identidad

Tengo demasiadas horas entre clase y clase. En principio, es un problema. Sí, lo es. Pero, bueno, también me permite hablar con quien me acompañe durante esos largos suplicios, y, normalmente, todos los días me llevo a casa una conversación agradable. No hace mucho, en uno de esos días que parecen no tener fin y que transcurren, en su mayoría, en cafeterías cercanas a la Facultad, mi amigo Mario me habló sobre la estructura. Realmente, estábamos hablando de mí y de mi forma de digerir todo lo que me acontece. Pues, bien: me ayudó a ver la luz del túnel que yo ni podía imaginar.

Desde que se supone que tengo uso de razón (o así han llamado a eso que nos diferencia de los animales, apuntando bien alto) he elaborado una estructura, consciente o inconscientemente, en la que, a la fuerza, nada bueno puede pasarme. No es que haya tenido una vida difícil. O, quizás sí. Depende cómo lo vea el lector, y depende también de sus carencias y puntos de flaqueza, pues a partir de éstas, elaborará un ejercicio empático con las mías. El caso, es que he vivido constantemente preocupada por mi identidad, en búsqueda de la misma. Nunca he estado contenta con nada que he hecho. Tampoco con mi aspecto físico, por supuesto. Y tampoco con mi forma de ser. Vamos, que todavía me pregunto, cada noche, cómo he llegado a acostarme y arroparme sin haberme quedado en algún lugar del camino.

Está claro que las preguntas sobre uno mismo son inútiles a la hora de encontrar una respuesta convincente y objetiva. Bajo mi punto de vista, empapado de otros que no forman parte de mí sino del resto, y especialmente de una persona que me ha marcado más de lo que me gustaría desde mi infancia, conocerse a uno mismo es imposible. Especialmente, cuando no se hace nada. Sí: cuando uno se castra, cuando uno poda (¿para sanear qué?) una por una, sus pulsiones.

Me costó mucho llegar aquí. Aunque sé que no encontraré respuesta a la pregunta, reconozco que el no saber me desestabiliza, aunque he de aprender a vivir con ello. Sin embargo, algo sí tenía claro: casualmente, a todo le daba el peor de los sentidos, la más tenebrosa de las interpretaciones, y las disfrazaba, sin titubeos, de realidad objetiva. Tiene gracia, teniendo en cuenta lo escéptica que soy con todo lo que hago. ¿Por qué iba yo a dejarme abanderar por la amargura? Quizás, le encontré el gusto por algo. Quizás, me hacía sentir más profunda. Quizás, todo empezó como le sucede a cualquier niña desdichada que acaba encontrando placer en el dolor, para acabar haciendo de éste un estilo de vida del que no puede deshacerse fácilmente. Así acabó siendo: mi identidad debía estar ligada a la penuria. Caí en mi propia trampa disfrazada de ideal romántico. Yo misma confeccioné un ideal de mí misma. Un camino fácil, después de todo, para poner punto final a las cefaleas que me provocaba la constante búsqueda de la autodefinición definitiva.

No podía tratarse sino de otra mentira más. Y, lo que es peor: era mía. Y me la tragué. Lo hice durante muchos años. Qué demonios: todavía no he salido de ella. Pero, por suerte, mi amigo Mario, del que anteriormente hablaba, me cogió de la mano y me sacó de la cueva. Me hizo ver cómo era el mundo fuera de mi estructura. Vi muchas cosas: el tercer ojo que tanto me preocupaba no existe, pues, únicamente, resultó ser una entelequia y una estrategia para examinarme en cada cosa que llevaba a cabo. Resultó ser, también, que no todo me salía mal. Que las personas me querían tal y como era, y que, algunas, las más avispadas, advertían cuando no tenía un buen día y venían a preguntarme qué demonios me rondaba a lo largo y ancho de mis sesos. También, que hacer de la tragedia un estilo de vida y crear un mártir a tu imagen y semejanza, es para cobardes conformistas. Y yo, al parecer, soy algo más que eso. O eso quisiera.

Por eso, y como todo parece ser cuestión de estructura, y ésta no es otra cosa que vitalismo, decidí mover ficha. No es que crea en mí, y no es que no vuelva a caer una y otra vez. Salir del ideal de uno mismo es tarea ardua. La voz de la conciencia, que representa siempre lo mismo, pesa demasiado. Los monstruos se apoderan de cualquier brote de optimismo y lo exterminan, haciéndolo añicos. Parece que no queda otra que dar pasos a ciegas, siempre bajo la amenaza del ridículo y el terror al fracaso.

En esas me hallo. Sin embargo, mi situación no dista en absoluto de la del resto. Aunque, bueno, hay quien nunca se juega nada y, por tanto, nada tiene que perder. Luego, en el otro extremo, estamos los que nos lo jugamos todo y los que tememos, de nuevo, esa aparición del monstruo en forma de pregunta, culpabilidad y ridiculez. Somos los que nos tomamos el cine demasiado en serio. Somos los que hacemos, de cualquier situación, un guión perfecto y una secuencia sublime que, recordemos, no deja de ser pura imaginación que nada tiene que ver con la vida real y que, realmente, morimos por toparnos con ella (con la naturalidad), pero nos falta desprendernos de ese ojo que nos endiosa, aunque por poco tiempo, o condena a muerte de forma definitiva. Somos los que buscamos y añoramos el drama, porque nos hace creer que somos los únicos que comprenden la importancia, belleza o desesperanza de cada acontecimiento. Somos los que despreciamos a la mayor parte de la humanidad por no amar como nosotros, pues ellos pasan página rápidamente mientras nosotros nos nutrimos y nos dejamos morir con el recuerdo de una sonrisa -que sólo será eso- durante meses, o incluso años. Somos los que queremos recibir lo que creemos dar, aunque nada de eso suceda, pues todo queda en nuestra imaginación cinematográfica que, peligrosamente, se funde con la realidad. Sentimos como nadie, pero lo hacemos a base de mundos en potencia. 

Ahora que comprendo que todo esto es una mentira, me he vuelto a topar con el no saber, con la deriva, y sigo queriendo encontrar respuesta a mi pregunta, aunque no quisiera volver a cuestionarme del mismo modo que hasta ahora. No, nada de eso. Si quiero saber quién soy, debo ser capaz de hacer todo aquello que me he ido vedando debido a la autocrítica que terminó siendo el masoquismo más radical, únicamente con un sentido: el de dar un valor, a poder ser especial, a mi existencia. 

Sin embargo, he de reconocer algo: el no saber incluye la posibilidad, que radica, únicamente, en la acción. Y he aquí el rayo de luz. ¡Parece que no todo está perdido! No se trata de empezar de cero. Siempre odié esa expresión. Se trata de coger otro camino distinto al que acostumbrabas y, del cual, ya conoces su desembocadura. Algo así como establecer nuevas conexiones y elaborar, así, una nueva estructura donde consultar, en momentos de flaqueza o de victoria, la identidad. Porque, como decíamos mi amigo y yo, (aunque fue idea suya, confieso) frente a semejante interrogación, la respuesta más convincente, a nuestro modo de ver, radica en las conexiones de ideas y las respuestas ante estímulos. 



sábado, 1 de febrero de 2014

La Duda

Ni mucho menos se trata de la primera vez que veo esta película. A decir verdad, la primera vez que la vi, fue por obligación. Para la asignatura de Lógica y Teoría de la Argumentación, exactamente. Jesús Alcolea, que era nuestro profesor, nos habló de la película y dejó la puerta abierta a la realización de un comentario sobre la película, apelando, cómo no, a los muchísimos aspectos de la película que nos podían sugerir elementos como la certeza, duda, vacilaciones, creencias o emociones.

No me tiembla el pulso en absoluto al coronar el largometraje como uno de los mejores de todos los tiempos. Me gusta porque me hizo pensar en su día y lo sigue haciendo, por muchas veces que la vea. Tanto es así, que acabé comprándola. 

Se titula "La Duda", y bien es cierto que la película no trata de otra cosa. Según mi perspectiva, que no tiene que ser la correcta ni mucho menos, el espectador podrá saborearla si, realmente, al finalizar ésta, no tiene un veredicto sobre la situación. De eso se trata y, para mi gusto (insisto), ahí reside la esencia de la historia.

El ser humano siempre ha sentido una especie de pánico patológico al no saber, al no poder dar respuesta, al no poder ofrecer un juicio irrevocable. Aunque todos vivimos, sí. Vivir es fácil, después de todo. No lo es tanto cuando te paras a preguntarte el porqué de las cosas. Investigar no es como salir a correr, por mucho que no te apetezca. La película es tan sobresaliente que, lejos de ser excelente en sí misma, te ayuda (y mucho) a conocer a la persona con la que la has disfrutado. Sí, no exagero. Resulta un método muy válido para saber cómo funciona alguien. 

En la película, quizás, el carácter de los distintos personajes está demasiado marcado, incluso exagerado. Se trata de la única pega que le veo al filme, pero no culpo a sus responsables, pues ellos bien debieron saber que se enfrentarían a un público poco exigente, poseedor de un nulo pensamiento crítico, acostumbrado a que se lo den todo triturado para hacer el mínimo esfuerzo a la hora de comprender. El cine se ha acabado aceptando como una actividad lúdica, como un pasatiempo vacío, como un recreo. Muchos ven películas cuando el aburrimiento se adueña de ellos. Personalmente, esta actitud hace que me eche las manos a la cabeza, y con razón. Con perdón, dejaré a un lado mi opinión sobre la utilidad del cine para centrarme en lo que llevaba entre manos.

Como decía, nos topamos con una Meryl Streep todopoderosa, hipergaláctica, capaz de todo. Ella no necesita a nadie. Todo el mundo le respeta, pero la base de este respeto tiene lugar en el miedo, lo cual, siendo el vivo rostro de una institución como es la Iglesia, puede dar algún que otro problema. En especial, cuando se avecinan cambios en el comportamiento, maneras y tradiciones de las personas, del vulgo, de la gente que necesita de la Iglesia y que, a su vez, la Iglesia necesita, porque de no tener público, ésta caería olvidada. Así pues, y como otra cara de la moneda, tenemos el papel de Philip Seymour Hoffman, quien comprende el papel de párroco de una Iglesia y el colegio que dirige Streep. Dos titanes, en efecto, enfrentados en una película que saca, para mi gusto, lo mejor de ambos.

Meryl Streep es la soberbia personificada. Ella no vacila bajo ningún concepto. Dura y entera como una roca, indestructible, es incluso más sagrada que el Cristo que lleva colgando a lo largo de toda la película. Ella es la viva voz de la experiencia. Ella encarna a esas personas que creen saberlo todo por el hecho de tener años en la espalda. Lo llaman experiencia, sí. Y, quien quiera verlo como yo, observará que ésta te proporciona, simplemente, un escudo que se utiliza como protección. Así es el perro cuando se le ha maltratado: desconfiado y habilitado para morder cuando se siente amenazado. Lo mismo ocurre con el saber que procede de la simple experiencia cuando no se ha analizado, paso por paso, lo que creemos haber aprendido de ella.

Seymour Hoffman, por el contrario, representa la novedad. La cara recién lavada de la Iglesia. Bajo la orden suprema de Jesucristo "amarás al prójimo", lleva a cabo su vida. Él desea acercarse a las personas, desea proteger al débil, al marginado. Sin embargo, una serie de elementos estéticos (que abundan en la película, y maravillosamente), harán que dudemos de su bondad natural, de su don, de su papel. Estos elementos, como decía, nos llevarán a pensar que, quizás, se trate de una persona que huye de su pasado, que sin duda debe ser oscuro, pues no se hace alusión directa al mismo en todo el largometraje. Además, presenta unas características físicas y unos gustos que harán que dudemos de su identidad sexual: posee una enorme fijación por el buen aspecto de las uñas, por la limpieza, por el orden, por la medida, como también gustará de llevar flores secas entre su Biblia, pues, como dice, le recuerdan a la primavera. 



Como intuirá el lector, aquí falta una presa. Se trata del marginado al que aludíamos antes, aunque superficialmente. Un niño, claro. Un tema, actualmente, muy de moda: el de la pederastia y los abusos por parte de curas. Por desgracia, hemos conocido muchísimos casos en diferentes órdenes de todo el mundo. Sin embargo, y gracias a la exquisitez de los guionistas, la película es mucho más que ésto. De hecho, aunque no pueda pasar por alto el protagonismo de esta alarma prometedora del peligro, no es, ni mucho menos, lo más importante. Es más: si el espectador ha visto bien la película, no debería emitir juicio alguno sobre si se han llevado a cabo esos hechos tan vergonzantes.

Y, he aquí la gracia: el no poder opinar por carecer de pruebas suficientes y válidas. Aunque, claro, de todo hay. Es lo que tiene la diversidad. Claro está que lo más fácil es no hacer nada, pero también lo es, habiendo una evidente escasez de pruebas (como es el caso), dejarse llevar por el poder que te ha sido otorgado siendo más papista que el Papa para hacer tu voluntad en la Tierra y en el Cielo. De pruebas no se vive por mucho tiempo, pues germinan en forma de dudas, y, éstas, en un laberinto infinito que angustia en enorme medida al que las posee. El papel de Meryl Streep es, sin duda, el más importante de la película porque posee la esencia del título. Férrea como sí misma, se vale de certezas que ella misma saca del cajón de su experiencia. Carece de pruebas reales, aunque no de ficticias. Su colegio, su labor y responsabilidad y, también, su fama, están en juego. Y ella no lo olvida en ningún momento. 

No quisiera contar la película. Como veis, he preferido diseccionar el contenido filosófico que me ha parecido interesante, pues no se trata sino de un dilema que se nos puede presentar a todos alguna vez en la vida. Un simple chisme sobre terceros que puede hacer que nuestra actitud hacia ellos cambie para siempre. ¿Deberíamos abrir las puertas a ese chismorreo y crucificar al oponente? ¿Deberíamos, por contra, pararnos a pensar en los motivos que llevan a una persona a decirnos algo sobre alguien? Y, cuando la responsabilidad de creer o no creer es nuestra, ¿qué hacer? ¿Cómo soportar las turbulencias de la duda que llega hasta la náusea?

La película no ofrece respuestas. Por ello, es una buena película: porque el fin lo pones tú, y sólo si eres realmente aventurero. Y, bueno: ya sabemos cómo terminan muchas aventuras. La opinión no es lo importante, al fin y al cabo. Cada persona, al terminar la película, emitirá su juicio. ¡Ay, la condición humana, cuánto pesa, menudo lastre! Pero así es. Yo también lo hago cada vez que termina. Lo único que digo es que me quedo con la duda, porque pocos ascos puedo hacer al bueno de Philip Seymour Hoffman, quien me enamoró para siempre desde que le vi en esa película. Su interpretación es brillante, como siempre. Su defensa no llega, jamás, al ataque (de Meryl Streep no podemos decir lo mismo), pero es tan intensa que es imposible no simpatizar, aunque sea un poco, con él. El papel de Meryl llega a ser absurdo. Su firmeza terminará siendo una caricatura. Un roble convertido en tímido y frágil pino. Pero ella no es ella sólo, sino que su labor le exige ser la más astuta. Tras esa máscara, se esconde la mujer pálida de ojos pequeños, enclenque, que, a menudo, su rostro hace gala de largas noches de insomnio.



Cuando un rey se cree un rey, tenemos un problema. Cuando alguien se cree lo que no puede, se presupone un estado de alerta. Las personas no pueden fingir por mucho tiempo su condición humana. No quisiera adentrarme en si es buena o mala, pues no dejan de ser clasificaciones que hacemos de semejante a semejante.

En fin: mirad la película si os apetece aprender una lección que puede valer para toda la vida, si se estudia correctamente. De no hacerlo, también se puede uno sentir identificado con cierto papel y puede, fácilmente, sacar su propia interpretación de los hechos. Porque ésto es, lamentablemente, lo que nos obsesiona: poder dar respuesta a todo. Poder decir "aquí ha pasado ésto por este motivo". Por fin, nos hemos topado con una película que intenta destruir ese estúpido fenómeno que nos encontramos en las salidas de las salas de cine: personas que creen estar en posesión de la verdad en cuanto a lo que han visto en la proyección. A veces, amigos, es mejor no responder. Poco se puede hacer con ese rey que se cree un rey: el pobre, tan sólo es un invidente.

Esta película invita, únicamente, a la reflexión. Debatir en torno a ella está bien si eliges con quién. Y, bueno: se puede decir que yo he tenido suerte. 




miércoles, 20 de noviembre de 2013

Humana, demasiado humana

    Recuerdo que, en una ocasión, a mi mejor amigo se le ocurrió comenzar un trabajo con una frase que, leída en voz alta e imitando a Sean Penn en "Yo soy Sam", tenía mucha gracia. De hecho, fue (y sigue siendo) motivo de carcajadas. Era algo así:
"La parte más difícil de un trabajo es empezarlo, pero bueno, yo ya lo he hecho..."
    Magistral, ¿no es así? A mí me lo parece. Tanto es así que me apropio, por esta vez, de su habilidad. Desconozco la calificación que recibió, pero lo bueno de los blogs es que no se pueden puntuar. Gustan o no gustan. No busco aprobación, aunque siempre es de agrado que al lector le guste lo que tiene a su disposición.

     Desde que me decidí a empezar con esto del Blog, he recibido muy buenas críticas, y, lo más importante, de personas que, desde mi perspectiva, merecen la pena. Personas a las que considero inteligentes, que no tienen motivos para regalarme los oídos, que no tienen esa obligación moral de darme una palmadita en la espalda o de aplaudirme. También es cierto que alguna crítica me ha caído, pero espero haber aprendido algo de ellas y volver con un poco más de fuerza para parirme a mí misma a mi manera, sin irme por las ramas, siendo fiel a mi forma de escritura, que, a mi forma de ver las cosas, es bastante sencilla pero, como todas las escrituras que salen del corazón (ojalá fuesen así todas, independientemente del contenido), personal.


    Llevo unos días un poco difíciles. Me canso con facilidad de las personas, me lo tomo todo como algo personal, he conocido de primera mano algo que, hasta ahora, únicamente me habían contado y yo había ayudado a superar, me aburren las conversaciones, me llevo las manos a la cabeza a causa de la actitud de las personas, de las cuales, ni siquiera esperaba algo. La llama que ardía en honor a ese ideal con patas que tan ilusionada construí se ha apagado, y demasiado había durado. Y, la situación en casa siempre es harto inestable. Parece que esté programada para paladear, únicamente, las situaciones desagradables. Sin embargo, lo desagradable siempre puede serlo un poco más, y, mis preocupaciones, ahora que las enumero, son bastante vacías y superficiales. Muy dignas de un estado apocalíptico/premenstrual, que así es como me encuentro desde el mismo día que se me retira el período. 


    Demasiado carácter me gasto, demasiadas energías depositadas en cosas que no tienen vuelta de hoja. ¡Y eso que sólo he plasmado los problemas que me rodean a mí, como individuo que siempre se desenvuelve dentro de pequeñísimo círculo, ya no como parte de una sociedad que no me apetece adjetivar, estudiante, paciente o cliente...! Quizás, el problema resida en las esperanzas depositadas en las personas. "Madre mía", me digo a mí misma. Pero, ¿cómo es posible que, con lo pesimista que he sido siempre, albergue esas esperanzas? ¿Por qué he creído alguna vez que puedo cambiar la forma de pensar de mi madre, anclada en alguna zona espacio-temporal remota, o intentar hacer ver a mi abuela que los matrimonios se rompen y la vida sigue? ¿Por qué parto del prejuicio que todo el que ha elegido estudiar Filosofía no va a ser un corrupto? ¿Por qué he creído alguna vez que no merezco cierta actitud por parte de alguien por el hecho de haberle tratado bien con anterioridad? ¿Por qué he buscado comprensión a toda costa? ¿Por qué me resignaba a caer del burro?


    Llevo un tiempo escuchando la teoría, pero posponiendo la práctica a toda costa, y me temo que ésta me ha arreado, fuerte, en la cara. Bien me lo tenía merecido, pero no por albergar, como he dicho, aquellas esperanzas, no. Me refiero al hecho de tomármelo como me lo tomo. Es insano, cansa y, aunque me agraden las arrugas, creo que soy demasiado joven para añadir más a la cesta. Ya llegarán cuando tengan que hacerlo, cuando la base de maquillaje ya no las pueda disimular. 


    Mi mejor amigo, al que dedico por entero este escrito, siempre me ha dicho que he de aprender a reírme de estas situaciones. De éstas y de todas, vaya. Nada se puede hacer con el dogmático, como tampoco con una persona que se vende con facilidad que, su precio, aunque no muy alto, al fin y al cabo algo vale. Baltasar Gracián los describe mucho mejor de lo que yo podría:
"...Gente sin alma; muchos, que parecen personas y son plazas muertas. Todos estos sí que me causan a mí grande horror, y tal vez se me espeluzan los cabellos."
Evidentemente, sé que todo va a seguir donde y como estaba. Pensándolo bien, me quito un gran trabajo de encima admitiéndolo. Ya está, ya pasó. Y eso que, en realidad, nunca hubo tempestad y nunca reinó la paz. En cualquier caso, sí noto un cambio en mi forma de digerir ciertos acontecimientos. He tenido la enorme suerte de contar con buena compañía. Hay personas que no es que te adornen con alhajas, sino que te ayudan a aceptarte y quererte en la vertiginosa desnudez. 

Estoy contenta conmigo misma. Es algo que no había sentido nunca hasta hace bien poco. Cometo errores, claro, pero sé lo que quiero y no quiero soportar. Sé que amistades verdaderas hay menos que dedos en una mano, sé que la unidad familiar se rompe y es lo normal cuando uno desea encontrarse a sí mismo y despojarse de todo lo que han querido que seas, que, en el fondo, no es sino un vivo reflejo de ellos mismos. Sé que no necesito tener ocio todas las semanas para sentir que hago algo con mi vida, sé que estoy en la carrera que quiero (a pesar de que me haya decepcionado en enorme medida, aunque la culpa no sea de la pobre Filosofía, sino de personas que creen haberse adueñado de ella y no al revés, por lo que no han comprendido nada desde un principio). También sé que no puedo cambiar el punto de vista de alguien sobre algo si éste ni siquiera se plantea la posibilidad remota de andar equivocado. También, que no tengo idea de nada, pero he aprendido que admitir no saber es un lujo que no todo el mundo parece querer permitirse. Y eso que es gratis. También sé reconocer cuando una persona, ignorando toda circunstancia/problemática, me roba el aliento y se instala en mi pensamiento. También he aprendido a dar la cara en esas circunstancias: comprendí que el silencio y el disimulo me convertirían, algún día, en la abuela más verde concebible. Es lo que tiene la represión, que por algún lado tiene que salir. Y, no es que esté segura de que no vaya a serlo, pero que no sea por eso.

    Me parece que ya he expuesto todo lo que quería. Quiero, en algún momento de flaqueza, dirigirme a este escrito y recordar lo que me impulsó a publicarlo. Es lo bueno de la escritura y de la música, incluso de los olores. Son los únicos que pueden hacer que vivas de nuevo esa sensación que no alcanzas por ti mismo. El otro día, por ejemplo, volví a sentir esa sensación de nerviosismo, ilusión y ganas de empotrar (porque para qué me voy a poner poética, si no soy digna de que entréis en mi casa) frente a alguien. Al acabar la cita, regresando a casa, quería revivir lo que sentí justo en el momento de tenerle delante. Me era imposible. Quise recordar toda la conversación con la mayor fidelidad, pero tenía lagunas, y no pocas. Terminé dándome por vencida: cuanto más te esfuerzas por reproducir un recuerdo, la proyección es más y más borrosa. A eso, se le suma la realidad paralela que has diseñado en tu cabeza. Imposible recordarlo todo, pero sí la esencia. Así pues, que quede constancia, al menos, de que aquello y todo lo demás sobre lo que os he hablado hoy, ocurrió.



PD: Tengo la inmensa suerte de sonreír cada vez que recuerdo estar viendo "Radio Encubierta" con mis amigos, va a hacer dos semanas. Nos lo pasamos realmente bien, y, si no habéis visto la película, que os sirva de recomendación. Si estáis enamorados de Philip Seymour Hoffman, os gusta la buena música, el cachondeo, los trajes entallados en cuerpos imposibles, las barbas pobladas y no sabéis beber, ¡también es vuestra película! 


domingo, 27 de octubre de 2013

Apología de Carlos Areces

Ayer tuve la ocasión, después de cuatro o cinco años, de volver a ver a un viejo ídolo. Aunque, para mí, más que un ídolo es un amigo, ya que el cariño que he depositado sobre él ya ha sobrepasado la barrera de la simple idolatría. Evidentemente, es porque él ha hecho que así sea. 

Hace mucho que descubrí a Carlos Areces. Comencé a ver La Hora Chanante para después pasar a Muchachada Nui, y pronto, muy pronto, uno de los chicos empezó a ganarse mi respeto. No era el que más actuaba, precisamente. Parecía que la sombra de Joaquín Reyes o Ernesto Sevilla eran largas, muy largas, ya que éstos abarcaban la mayor parte del protagonismo. Por alguna razón que tengo bastante meditada pero que sobra exponer, pronto me cansé de Joaquín como de Ernesto, porque alguien había conseguido eclipsarlos con sólo unos segundos sin hacer necesariamente nada.

¿Qué me gustaba tanto de Carlos? Sin duda alguna, su pasividad. Él salía en televisión, trabajaba actuando delante de una cámara, pero la situación no era distinta a cuando yo me levantaba por la mañana y me miraba al espejo, descubriendo en mi rostro unas alegres guacheras blanquecinas y resecas. Pasividad absoluta, vamos. Una actitud de "esto no va conmigo" que no podía no maravillarme. Supongo que me sentí muy identificada con ese aspecto. Y ahí empezó todo. 

Tuve la inmensa suerte de poder conocerle un día de rodaje, en Madrid. Se trataba de un sketch dirigido por Nacho Vigalondo, y por poco no pude ir por ser, entonces, menor de edad. Si no recuerdo mal, tenía 16 años cuando eso ocurrió. Nunca olvidaré aquel dolor de estómago al ver a mi ídolo de espaldas, caracterizado como Marty McFly, como tampoco aquellos abrazos que me dio. Recuerdo perfectamente todo. Siempre que lo hago, se me dibuja una sonrisa en el rostro. Es entonces cuando comprendes que, por mucho que haya pasado el tiempo y te hayas dejado cosas por el camino, las recuerdas con mucho cariño a pesar de todo. Porque sí, en mi caso fue así. Todo lo que me unía a Carlos (enfocando el escrito hacia su persona, porque así lo he decidido), se perdió, así que dejé de verle durante una larga temporada. 

Nunca dejé de seguir sus pasos. Recuerdo la felicidad que sentí al ver en el cine, por primera vez, Balada Triste de Trompeta. Por fin alguien había visto lo que yo en él. Por fin alguien le daba un papel serio, un papel protagonista, un papel tragicómico donde dejó bien claro que se puede provocar cualquier emoción en el espectador si lo haces bien. No importaba que viniese de hacer comedia en un programa de chichinabo. Los orígenes no importan en absoluto cuando lo que se tiene es talento. Desde ese momento, Carlos dejó bien claro que podía con cualquier cosa que le echasen. Recuerdo lo mucho que deseé volver a verle entonces. Quise felicitarle, pero tampoco podía hacerlo. Además, Ojete Calor desapareció del mapa y, si tenía pocas ocasiones de volver a verle, se reducían todavía más. Estas cosas y otras más, me las fui guardando en el cajón de cosas que decirle algún día, el cual, hoy, he decidido abrir y ordenar un poco.

Tuvo que pasar mucho tiempo hasta el día de ayer, que volví a verle. Desde entonces, él no ha parado de trabajar. Ha tenido tiempo de demostrar quién es, y, sobre todo, lo muchísimo que promete. Ya tengo yo ganas de que vuelvan a darle un buen papel en el cine, como hizo Álex de la Iglesia con Balada Triste. Pero, claro, no las tenía todas conmigo. Yo soy una persona bastante insegura, aunque pueda parecer lo contrario, y siempre me voy a lo peor. Pensé que, cuando volviera a verle, podría no ser lo mismo que hace años. Son cosas que pasan por la cabeza cuando dejamos de ver a alguien a quien tenemos mucho cariño. Incluso pensé que podría no acordarse de mí, así que ayer me llevé una grata sorpresa.

Ahora comienza el escrito desde una perspectiva más actual, (no menos real o sentida que la anterior). Quizás pueda escribirlo algo mejor, pues está todo bastante más reciente, lo cual está genial teniendo en cuenta que estoy escribiendo sobre ayer por la noche. 

Como he dicho anteriormente, estaba deseando tener una nueva oportunidad para volver a ver a Carlos. Desde que le vi por última vez, tanto en su vida como en la mía han acontecido muchísimas cosas, lo cual me provocaba algo de inseguridad a la hora de verle. Pero, cuando ya estábamos pegados al escenario, en primera fila, esperando a que salieran Ojete Calor, aquella sensación, algo agorera (muy típica en mí) pasó. Quizás tuvo algo que ver el whisky. O no. El caso es que, cuando volví a verle, sentí una alegría enorme. Un sentimiento que tenía abandonado volvió a salir anoche, y lo hizo como nunca. Además, me dieron la oportunidad de cumplir un sueño, que es salir al escenario con ellos. Quizás me curaron el miedo escénico para siempre. Pronto lo descubriré en clase, ya que me toca exponer a Aristóteles en un par de semanas... Pero lo mejor vino a posteriori, cuando por fin pude ir a hablar con ellos. 

Yo estaba, verdaderamente, muy nerviosa. Supongo que lo notarían. Quise expresarles la alegría que sentí en ese momento, pero creo que no fui capaz, porque debí quedarme sin palabras. Cosas del directo. En cualquier caso, imagino mi cara de emoción mirando a Carlos mientras él me decía cosas (porque soy consciente hasta cierto punto de los acontecimientos cuando le veo, es decir, yo veía, por ejemplo, que emitía sonidos por su boca) y yo trataba de contestarlas con la máxima coherencia posible, como si verdaderamente me estuviera enterando de algo.

Estuvo como siempre, muy cariñoso y detallista, con nuestras bromas de siempre, las cuales me encantó que recordase. La verdad es que, aunque todo fuese como siempre, algo había cambiado. Debe ser que cinco años dan para mucho, sobre todo cuando pasas de los 17 a los 22 (aunque para algunos os pueda parecer una diferencia ridícula), pero en mi vida han cambiado muchísimas cosas, en especial yo y mi forma de verlas, de digerirlas. Anoche pude experimentar que algo que me ha encantado siempre, ahora lo sigue haciendo, pero de forma diferente. Trataré de explicarme: lo esencial continúa intacto, y se hace visible cuando yo me quedo sin palabras delante de mi amigo e ídolo Carlos Areces. Pero los cambios que experimento llegan algo más tarde, no mucho más. Más concretamente, de camino a Valencia, en el coche, mientras piloto y copiloto cantaban Wuthering Heights, de Kate Bush, y mis dos compañeros de la parte de atrás iban dormidos. ¿Qué había cambiado? 

Supongo que las circunstancias. Hasta entonces, había visto a Carlos con unas personas, en un círculo distinto, y yo sufría, en mayor medida (mejor no os lo imaginéis), los gajes de la adolescencia más profunda, que incluyen algo más que abundante acné y que algo tiene que ver, también, con la tontería más profunda. Ahora es algo distinto: aunque sigan apareciendo granos en mi rostro y se encuentren rastros de tontería (es algo que forma parte de mí), ayer todo transcurrió de manera distinta. Ayer fui yo misma, no forcé absolutamente nada. No quiero decir que lo hiciese en un pasado. No sabría explicarlo, pero si tuve esa sensación anoche será por algo, porque debí notar una diferencia palpable. 

Estuvimos tranquilos en el hotel donde se hospedaban, hablando un rato. Aunque Carlos estuviese hablando con un compañero y yo con Aníbal y mis amigos, intercambiamos alguna que otra mirada. Miradas cortas, pero para mí muy reconfortantes. Y, es que, si algo me gusta de Carlos, es lo que expresa con los ojos. Podría ser mudo y me daría igual, efectivamente. De hecho, no cantaría peor. Le observaba con atención en la medida en que me era posible hacerlo. Veía en él a una persona muy inteligente que, cuando se quita la máscara y baja del escenario y se pone sus camisetas y sus vaqueros, es él mismo y punto. Un hombre normal, como todos. Cuando admiras a alguien te cuesta mucho verle tal cual es, sin ese halo de luz a su alrededor, santificando cada cosa que dice o hace, pero, en mi caso, ayer fue distinto. No es que todo lo que haga me encante o desagrade. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de un hombre que se quita un vestido de comunión y bebe Coca-Cola con la lengua que, después, bebe agua en vaso y quiere irse a dormir porque está agotado de trabajar. Son cosas normales que ayer me encantó apreciar en él. No es nada especial, lo sé, pero el hecho de que no le guste salir por la noche hizo que ganase puntos para mí. Por eso quiero destacar, ante todo, que ayer descubrí lo que más me gusta de él y hasta entonces desconocía, aunque intuía: la capacidad de dejar de hacer el tonto con la mayor dignidad posible para, también, ser un hombre normal y tranquilo, con sus cosas. Le encontré cansado, muy cansado, pero me gustó mucho que se mostrase tal y como se encontraba. Es algo que la mayoría no hace, ya que se esfuerzan en ser lo que no se puede las veinticuatro horas al día. Tras el descanso en el hotel, llegó la hora de irse. La despedida fue muy bonita, nos dimos un fuerte abrazo, y me fui con la sensación de que todo parece indicar que más pronto que tarde, volveremos a vernos. No sé si en Valencia, Madrid, Córdoba o Barcelona. Con nosotros nunca se sabe.

Terminando ya: podríais leer este escrito y pensar que soy una fan loca. Quizás, en cierto modo sea así. No os quito vuestra parte de razón, pero no se trata de un hecho injustificado. Carlos ha hecho posible que, a pesar de todo, mi cariño y gratitud por él no haya hecho más que aumentar. Además, a cualquiera le haría feliz tener una relación tan auténtica con alguien que admira.

Os dejo con la foto de ayer. Espero que os guste.



sábado, 5 de octubre de 2013

Los santos inocentes

Ya hace algún tiempo, antes de que el cine fuese un pilar en mi vida, me topé un buen día con esta película. No recuerdo haberle puesto gran atención. De hecho, tengo únicamente el vago recuerdo de verme en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, años más tarde, y repitiéndose la deprimente escena (cambiando, eso sí, la disposición al séptimo arte y quizás, la fragancia de algunas gotas de madurez adquirida con el tiempo), volví a toparme con ella. Ahora sí: puede decirse que fue la primera vez que veía, realmente, la película. Porque esta cinta no puede mirarse como quien mira Los Simpson al mediodía.

Cuando ves por primera vez Los santos inocentes no puede sino impactar, y lo hace como un puñetazo en el estómago de buena mañana, después de haber tomado el café, cuando todo parece transcurrir con normalidad. Pero esta película tiene algo. Es como esa llamada al teléfono, después del café, que rompe y aniquila todo signo de tranquilidad que acostumbra a apaciguar el ambiente. Es la puerta de bienvenida a un pasado no tan lejano que, de algún modo, todavía aletea en nuestra memoria, en nuestra forma de ser y reaccionar ante la vida. Porque la injusticia nunca ha dejado de respirarse. Ni ésta, ni otros tantos temas que la película toca.

No me gustaría contar de qué va, mas prefiero dejar constancia por escrito en algún lugar sobre lo que más me ha llamado la atención del largometraje. No es poco. El que avisa, no es traidor.

Cuando ves la película resulta inevitable resoplar, apretar los puños, dar rienda suelta al tic de las piernas inquietas, reír e incluso tener la necesidad imperiosa de encenderte un cigarrillo cuando te come el estómago la ansiedad. Así es, no exagero en absoluto. ¿Quién en su sano juicio podría pasar por alto los mil y un detalles que nos brinda Mario Camus? Sin duda, alguien que se dedique a verlas venir y verlas pasar. Alguien que afirme sentir por el hecho de ser humano y tener adjunta esa propiedad. Pero, ¡ay! bien sabemos que no todo el mundo puede hacerlo, y mucho menos de la forma en que sería menester.

Como he dicho anteriormente, no deseo contar la película, pero sí quisiera destacar algunos detalles que, personalmente, me llegan a lo más profundo del corazón. Creo que no me equivoco en destacar el temor, el rol de servidumbre, la (no) dignidad, la miseria, la venganza, la inocencia y lo más artificial y tóxico de todo: la jerarquía.

Nos encontramos ante un Alfredo Landa brillante como siempre, haciendo el papel de un perro apaleado disfrazado de padre de familia, siempre agradecido por ser premiado con unas pocas migas de pan duro, tristes sobras de un exquisito banquete que debió tener lugar hace algunos días. Por otro lado, Terele Pávez. No es que tenga demasiado protagonismo en la película, pero tampoco lo necesita: esta actriz encarna como nadie el papel de una mujer miserable, harta de la vida y resignada, madre de una familia sometida y rota. Por otro lado, sus hijos. Uno de ellos, sin nombre. Debe ser lo mejor para no encariñarse con una criatura sin porvenir a causa de una grave enfermedad y escasez de medios. Y, cómo no. Francisco Rabal. Sin duda, el papel más notable del celuloide. Me atrevería a decir que el título de la cinta se refiere a él; aunque todos, salvo los señoritos explotadores, sean santos inocentes. Unos, por temor: la jerarquía fluye por las venas de todo el que no piensa, pues no se cuestiona bajo ningún concepto que hay señores y explotados. La desgraciada familia ha adquirido el rol de esclavos, y viven agradecidos. Otros, por instinto: el papel de Rabal encarna a un pobre hombre retrasado, blanco fácil de todas las bromas en las mesas con sirvienta, mantel y cubertería. Blanco fácil que sorprenderá a pesar de su evidente inocencia (pues en la película encontrarán numerosos detalles que justificarán la misma, algunos que retratan con la mayor fidelidad lo grotesco y repugnante de nuestra asquerosa facultad de ser), con personificar la parte más animal de la condición humana, la venganza, la rabia y el odio. Ojo, también el cariño y la entrega ciega a lo que sea, poco importa (pongamos un pájaro, como es el caso) con tal de sentir esa placentera reciprocidad y plenitud del sentirse parte de una mitad cuya unidad en sí misma es pura entelequia.

La película vale la pena por la mirada de Alfredo Landa. No hace falta que pronuncie palabra, lo comprobaréis sin dificultades. También, por esas carreras de Terele Pávez a la verja del cortijo del señorito, marcadas por un paso firme pero a la vez indeciso y algo torpe, propio del velo de la responsabilidad que envuelve el más puro temor al fracaso, ridículo o lo deshonroso. También por la actitud de Francisco Rabal, un anormal que termina siendo el plato frío que nadie espera debido a sus pocas luces. Un hombre adorable que nunca olvida a quién se dirije, y que, quizás, incluso lo sabe mejor que los que parecen estar cuerdos y han elegido ser santos, pero a sabiendas.

Expresiones como "el trabajo dignifica" o "ver, oír y callar", quedan aniquiladas en el filme. Una inmejorable forma de romper con la tradición, con la escasez de remedio. Una lección de cordura de la mano de un paleto miserable. Un espejo sobre el que admirar nuestra auténtica identidad harto reprimida y disfrazada de salvaje. Porque las normas, las jerarquías y modales no son más que una farsa, invención de unos pocos para otros muchos, siempre en favor de los primeros, desconociendo que la vulnerabilidad y la muerte es lo que nos asemeja, pues la ceniza no deja de ser lo que es, y los gusanos más de lo mismo.




domingo, 29 de septiembre de 2013

Un recuerdo de infancia

Hace un rato, mientras intentaba dormir la siesta como cada día (nunca lo consigo) me ha venido un viejo recuerdo. En realidad no es tal, sino que mi madre me lo ha contado tantas veces que, de la imaginación, la brotado un falso recuerdo del cual no tendría por qué dudar. 

Al parecer, cuando era muy pequeña e iba a la guardería, había un niño que, por alguna causa, me gustaba. Por lo visto, él se me acercó y yo le facilité mi mejilla para que pudiera besarla. Mi madre lo recuerda bien. Aquel niño no me dio lo que esperaba, un beso inocente que me colmase de ternura, lo único que yo conocía. Debí recibir, en su lugar, un fuerte mordisco que, según testifica mi madre, me dejó marca durante un tiempo. "Así de tierna y confiada has sido siempre, hija", suele añadir al terminar de contarlo.

Le he dado muchas vueltas a esa hazaña. Lo he pensado, lo he imaginado, y realmente puedo revivir aquella angustia que no recuerdo. Es lo que consigue la imaginación y el hecho de pasarte el día dando vueltas a las cosas. Sé que no suena sano, pero cuando una persona es así, poco le importa si lo es o no lo es. Ya no podemos deshacernos de nosotros mismos. A estas alturas, no. Además, no sólo lo utilizo para martirizarme, sino que me sirve para aprender de mí misma en la medida que me es posible conocerme.

¿Acaso algo ha cambiado desde entonces? ¿Acaso mi disposición es distinta? No podría contestar a estas preguntas con rotundidad, pero me vais a permitir que me decante por un no. Y, es que, a estas alturas, a mis veintidós años (que no son nada y lo son todo), a veces sigo pensando que puedo recibir todo lo que doy. No sé qué hace falta para que me caiga del burro de forma definitiva, realmente no lo sé, ya que todavía ando dolorida de algún impacto contra el suelo. Parece que ni a golpes aprendemos algunos.

El hecho de que esté dudando de mi inocencia supone que ésta ya no tiene tanto protagonismo en mi vida. Lo único que sé es que hoy por hoy, seguramente, seguiría poniendo la mejilla como he ido haciendo a lo largo de mi vida. Parece que esa perspectiva, bajo un punto de vista que no es el mío, puede no agradar. O, quizás, también ocurre que les pesan más otra serie de circunstancias. El final es el mismo. 

Los motivos que te llevan a caer no importan, sobre todo cuando vas a ciegas y la droga te hace olvidar el peligro y el mismo dolor. Pero, como toda droga, el efecto acaba esfumándose, y ahí quedo yo. O tú. Y el dolor comienza a despertar y no duda en adueñarse de ti. Escuece, a veces incluso hay viejas heridas que no han terminado de cerrar. O sí, nunca lo tienes claro. Porque, ¿cuándo se supera algo? La gente habla mucho de superación, y espero que no se refieran al olvido, porque este es imposible si no tienes alzheimer o vas con el corazón en la mano por la vida. Pero cualquiera cambia, ¿verdad? Lo cierto es que yo me niego a hacerlo. Mira, algo que tengo claro. Todo apunta a que seguiré poniendo la mejilla y me expondré a lo que, en el fondo, todos nos exponemos: que te den otro mordisco o, por el contrario...