viernes, 12 de septiembre de 2014

Proyecciones justificadas

Hace tiempo que no escribo por varias razones. Entre ellas, se encuentra la decisión de última hora de no hacer públicos mis pensamientos, puesto que, cada día, me doy más cuenta de que no tienen cabida en ningún sitio. Tampoco es que importen, la verdad. Se debe escribir para uno mismo, o eso dicen, pero, ¿qué sería de todo lo que hacemos si no tuviera ningún tipo de repercusión en el mundo, o en nuestra diminuta e insignificante parcela del mismo? Debe ser que me gusta llamar la atención. El caso es que aquí estoy, y lo necesito profundamente. Una buena película me ha animado a reconciliarme con la indecisión frente al teclado. Siempre se encuentran excusas, y no vacilo en afirmar que ésta es la mejor que he encontrado en mucho, mucho tiempo.



Siempre acudo al estreno de las películas que contienen el nombre de Philip Seymour Hoffman. Esperaba muchas más, pero, como recordaréis, hace poco murió y, bajo mi punto de vista, se encontraba en la cima de su carrera. Su nombre sonaba fuerte y auguraba un éxito para el público exigente que se lo piensa dos veces antes de pagar nueve euros y medio por sentarse en una butaca y escuchar las palomitas deshacerse entre los dientes de los espectadores. 

La película es imprescindible. Entre tanto estreno absurdo, por fin nos topamos con una cinta que vale la pena. Un thriller que te mantiene en tensión de principio a fin y, no sólo eso, sino que va en aumento. Corbijn nos regala escenas de altísima calidad y profundo significado. No es, simplemente, una película de espías. Eso es lo de menos: hay muchísimo más, y sólo al que realmente comprenda la desesperación del personaje principal (el de Hoffman) le será posible recopilar cada uno de los detalles que harán que el espectador se largue a vomitar a causa de la tensión acumulada al terminar la proyección.



Una película nunca es la misma aunque su visionado se repita. Hablaré más de lo que, para mí, significa Philip Seymour Hoffman y, también, de mi extracción de la cinta que de la misma en sí. No me gusta contar las películas. Considero que, en este caso, sería un crimen.

Bueno: sea por lo que sea, hace algunos años, mi padre solía invitarme a su casa para ver alguna película. Si mal no recuerdo, me puso "Magnolia", y me quedé prendada de un tipo con la mirada perdida y desesperada, con un cabello rubio, inusual, que atrajo la mayor parte de mi atención. Siempre me ha gustado el cine, pero no siempre he sabido verlo, y todavía me queda mucho por aprender. Por aquella época, imagino que debí quedarme más impactada por la presencia de aquel hombre, más bien paticorto y rechoncho, que del guión magistral de tan inmensa película que volvería a ver años más tarde. Pasaron los años, las circunstancias cambiaron y mi manera de ver el mundo dio tal giro que, ciertamente, no recuerdo la inocencia y despreocupación de aquellos días (que, imagino, nunca fueron tal, pues siempre he acostumbrado a complicarme la vida). A veces lo echo de menos. Echo de menos algo que no recuerdo cómo era y que dudo que fuese.

Mis ídolos cayeron. Debían hacerlo y, lejos del deber, simplemente cayeron por sí mismos. Imagino que a muchos nos ha pasado. El cordón umbilical me impedía dar demasiados pasos sin salir de mí misma. No estoy hablando de falta de libertad, aunque sí de otras cosas. Toda carencia pasa a ser prioridad, de tal manera que, lo que tenemos, no solemos dotarlo de demasiada importancia. Bien, pues me encontré sola. Rematadamente sola. Así es como me siento últimamente. 

No sé cómo demonios recuperé al hombre del pelo más atrayente que he visto en mi vida, pero volví a toparme con él. Debí verle en alguna película y no hizo falta hacer consciente que sería mi actor favorito. Pero era mucho más que eso: no sé si le doté de todo aquello que me faltaba y necesitaba en un ser humano; no sé si él, realmente, era todo lo que yo podía desear, pero pasó a ser parte de mí y me tranquilizaba pensar que, en el otro extremo del planeta, había un hombre atormentado que trabajaba haciendo películas, dotado de un talento extraordinario e ignorado por la industria del cine, mucho más preocupada por hacer películas de superhéroes o estupideces de Julia Roberts encontrándose a sí misma entre paisajes exóticos. Una persona que se esforzaba por hacer de cada escena un momento único e irrepetible. Él no repetía, sino que empezaba de nuevo de una manera natural e incontrolada. Un tipo que contaba con una personalidad abrumadora. Un actor de pura raza, si se me permite la expresión, de pies a cabeza. Pero él no era Ryan Gosling. Las muchachas no suspiraban por él, (ya lo hago yo por ellas) por lo que difícilmente podía jugar sobre un abanico más amplio de géneros. Por suerte. Y no es casualidad que todo lo que tocaba se convirtiese en obra de arte. Él sabía elegir. Conocía sus límites, como también su punto atractivo a explotar. Y qué bien lo hacía.

La película, como he dicho, no sólo va de espionaje. Considero que tiene mucho que ver con el mismo Philip. Gunther (su personaje) es un profesional en lo suyo. Es inteligente, cauto y honesto. Parece que la vida le ha ganado la partida, que las malas experiencias no dejan lugar al buen augurio, al respiro, al triunfo. No obstante, trabaja para superarse a sí mismo y caerá en lo que caemos muchos: en la confianza en el semejante. Y, es que, cuando uno es como es, sin quererlo espera lo mismo del resto (no deja de ser algo egoísta, qué se le va a hacer) y, después, ocurre lo que ocurre, y llega un momento que dar cualquier paso en la vida cuesta el doble porque el miedo, a pesar de no tener nada que perder, asusta y mucho. Todos sabemos que siempre se puede tocar fondo un poco más. Pero, claro: el karma no existe, y todo buen acto no es correspondido. Hay ocasiones en las que sucede todo lo contrario: uno se esfuerza por actuar honestamente, por no jugar sucio, por hacer bien lo que sea que esté haciendo... Y parece no servir de nada, porque siempre hay un lugar para el mediocre, y de éstos está el mundo lleno. Los mediocres se divisan unos a otros y, como si fuesen perros, se huelen unos a otros para salir de dudas. Y, sí: normalmente, van con la predisposición correcta. Me recuerda demasiado a mi Facultad y todo lo que allí se cuece.

En fin: resulta que Philip se fue, y ya no me era posible pensar que había alguien en el mundo que, a pesar de todo, seguía adelante siendo el mejor y, a la vez, ignorado. Su lenguaje corporal en todas y cada una de sus películas es, exactamente, el mismo, y no me cabe duda de que todo aquello que escapaba a su voluntad era él mismo, y eso es lo que me gustaba. En mi mundo, las apariencias superan con creces a la esencia, y Philip suponía, para mí, una válvula de escape a todo ese tinglado. Adoraba su pelo grasiento, sus uñas sucias y su estómago exagerado. Adoraba su fidelidad a él mismo porque yo quería sentirme como pensaba que él debía sentirse. Imagino que, si acabó como acabó, quizá no estaba tan a gusto consigo como yo pensaba. No me extraña nada. El mundo aprieta y ahoga sin piedad, y a uno no se le permite ser, sin más. Uno se cansa, por supuesto que sí. Y, ante todo, está el aburrimiento. 

Tengo veintitrés años y, como diría Isabel Coixet, "la gente, por lo general, me da un asco..." Es cierto. Estoy aburrida de mi entorno, de las noticias de cada día, de las personas, de sus planteamientos, de su comportamiento previsible, de su mediocridad. No se trata de un juicio injustificado, aunque el lector pueda pensar misa. Se trata de que estas personas desechan el sentido del humor por una supuesta falta de profundidad. Se trata de personas que van de nihilistas, de existencialistas, de cultos y bohemios, de intensos, de poetas, de enfermos mentales. Hablan de la locura y la desconocen por completo. Hablan del amor y no sé muy bien qué es, van de nihilistas pero tienen fines, ¡vaya si los tienen! y, en efecto son tan vulgares como ellos mismos. Y no se trata de desprestigiar los placeres del cuerpo, no quisiera caer en el cartesianismo del que he pecado durante mucho tiempo. Es que, simplemente, me apetece desprestigiarles porque me aburren y resultan ser los más numerosos, para mi desgracia y la de algunas personas que, a mi parecer, tienen dos dedos de frente y viven preguntándose el motivo de esto o aquello para acabar determinando que la respuesta que buscan, simplemente, no tiene sentido. Y hay que sobrevivir haciéndose pasar por mediocre hasta que se te termina la paciencia, como es el caso. Considero que Philip se cansó. Él era un hombre inteligente.

Al salir del cine, tras los créditos, el negro se apoderó de la pantalla y podía leerse "En memoria de Philip Seymour Hoffman". En menos de un segundo, comenzó a sonar la inconfundible "Hoist that rag" de Tom Waits, y el mundo cayó sobre mi cabeza melancólica. Adoro esa canción, y adoro al hombre que había estado mirando durante un rato. Y ya no está, ni lo estará más. Y, la película, me sirvió para estudiar un poco más su personalidad, para descubrir sus verdaderos demonios, pero se acabó el repertorio sobre el que me era posible profundizar. Sólo me queda recurrir a lo que ya he visitado. Por suerte, como decíamos al principio, nunca se ve dos veces lo mismo. Si todo va con normalidad, me queda por vivir mucho tiempo y no volveré a descubrirle, aunque sí a redescubrirle. Me he sentido huérfana de talento, verdaderamente, y he recordado que ya no podía aliviar mis momentos de crisis pensando que él existía en alguna parte y que, en algún momento, me regalaría el resultado de su duro e impecable trabajo. Me he fumado un cigarrillo y, al consumirse, lo he tirado y se ha perdido para siempre. Y todo parece funcionar de la misma manera.



Siento que el lector, lejos de haber encontrado un análisis de la película, haya dado con una especie de cuaderno de desesperación. Simplemente, ya he dicho en un principio, la película ha ayudado a que sea capaz de poner por escrito parte de lo que me lleva atormentando desde hace un tiempo. El cine debe ser como la poesía, después de todo. Considero que está dirigido o escrito con una intención que puede deformarse hasta la saciedad dependiendo del consumidor. Ahí reside la belleza de este tipo de arte: nunca es definitivo y siempre está abierto a nuevas interpretaciones y cambios. Ayuda a vomitar pensamientos inconexos para dotarlos de un sentido que olvidaremos cuando la sensación de alivio desaparezca.

Gracias, Phil.


jueves, 6 de marzo de 2014

Estructura e identidad

Tengo demasiadas horas entre clase y clase. En principio, es un problema. Sí, lo es. Pero, bueno, también me permite hablar con quien me acompañe durante esos largos suplicios, y, normalmente, todos los días me llevo a casa una conversación agradable. No hace mucho, en uno de esos días que parecen no tener fin y que transcurren, en su mayoría, en cafeterías cercanas a la Facultad, mi amigo Mario me habló sobre la estructura. Realmente, estábamos hablando de mí y de mi forma de digerir todo lo que me acontece. Pues, bien: me ayudó a ver la luz del túnel que yo ni podía imaginar.

Desde que se supone que tengo uso de razón (o así han llamado a eso que nos diferencia de los animales, apuntando bien alto) he elaborado una estructura, consciente o inconscientemente, en la que, a la fuerza, nada bueno puede pasarme. No es que haya tenido una vida difícil. O, quizás sí. Depende cómo lo vea el lector, y depende también de sus carencias y puntos de flaqueza, pues a partir de éstas, elaborará un ejercicio empático con las mías. El caso, es que he vivido constantemente preocupada por mi identidad, en búsqueda de la misma. Nunca he estado contenta con nada que he hecho. Tampoco con mi aspecto físico, por supuesto. Y tampoco con mi forma de ser. Vamos, que todavía me pregunto, cada noche, cómo he llegado a acostarme y arroparme sin haberme quedado en algún lugar del camino.

Está claro que las preguntas sobre uno mismo son inútiles a la hora de encontrar una respuesta convincente y objetiva. Bajo mi punto de vista, empapado de otros que no forman parte de mí sino del resto, y especialmente de una persona que me ha marcado más de lo que me gustaría desde mi infancia, conocerse a uno mismo es imposible. Especialmente, cuando no se hace nada. Sí: cuando uno se castra, cuando uno poda (¿para sanear qué?) una por una, sus pulsiones.

Me costó mucho llegar aquí. Aunque sé que no encontraré respuesta a la pregunta, reconozco que el no saber me desestabiliza, aunque he de aprender a vivir con ello. Sin embargo, algo sí tenía claro: casualmente, a todo le daba el peor de los sentidos, la más tenebrosa de las interpretaciones, y las disfrazaba, sin titubeos, de realidad objetiva. Tiene gracia, teniendo en cuenta lo escéptica que soy con todo lo que hago. ¿Por qué iba yo a dejarme abanderar por la amargura? Quizás, le encontré el gusto por algo. Quizás, me hacía sentir más profunda. Quizás, todo empezó como le sucede a cualquier niña desdichada que acaba encontrando placer en el dolor, para acabar haciendo de éste un estilo de vida del que no puede deshacerse fácilmente. Así acabó siendo: mi identidad debía estar ligada a la penuria. Caí en mi propia trampa disfrazada de ideal romántico. Yo misma confeccioné un ideal de mí misma. Un camino fácil, después de todo, para poner punto final a las cefaleas que me provocaba la constante búsqueda de la autodefinición definitiva.

No podía tratarse sino de otra mentira más. Y, lo que es peor: era mía. Y me la tragué. Lo hice durante muchos años. Qué demonios: todavía no he salido de ella. Pero, por suerte, mi amigo Mario, del que anteriormente hablaba, me cogió de la mano y me sacó de la cueva. Me hizo ver cómo era el mundo fuera de mi estructura. Vi muchas cosas: el tercer ojo que tanto me preocupaba no existe, pues, únicamente, resultó ser una entelequia y una estrategia para examinarme en cada cosa que llevaba a cabo. Resultó ser, también, que no todo me salía mal. Que las personas me querían tal y como era, y que, algunas, las más avispadas, advertían cuando no tenía un buen día y venían a preguntarme qué demonios me rondaba a lo largo y ancho de mis sesos. También, que hacer de la tragedia un estilo de vida y crear un mártir a tu imagen y semejanza, es para cobardes conformistas. Y yo, al parecer, soy algo más que eso. O eso quisiera.

Por eso, y como todo parece ser cuestión de estructura, y ésta no es otra cosa que vitalismo, decidí mover ficha. No es que crea en mí, y no es que no vuelva a caer una y otra vez. Salir del ideal de uno mismo es tarea ardua. La voz de la conciencia, que representa siempre lo mismo, pesa demasiado. Los monstruos se apoderan de cualquier brote de optimismo y lo exterminan, haciéndolo añicos. Parece que no queda otra que dar pasos a ciegas, siempre bajo la amenaza del ridículo y el terror al fracaso.

En esas me hallo. Sin embargo, mi situación no dista en absoluto de la del resto. Aunque, bueno, hay quien nunca se juega nada y, por tanto, nada tiene que perder. Luego, en el otro extremo, estamos los que nos lo jugamos todo y los que tememos, de nuevo, esa aparición del monstruo en forma de pregunta, culpabilidad y ridiculez. Somos los que nos tomamos el cine demasiado en serio. Somos los que hacemos, de cualquier situación, un guión perfecto y una secuencia sublime que, recordemos, no deja de ser pura imaginación que nada tiene que ver con la vida real y que, realmente, morimos por toparnos con ella (con la naturalidad), pero nos falta desprendernos de ese ojo que nos endiosa, aunque por poco tiempo, o condena a muerte de forma definitiva. Somos los que buscamos y añoramos el drama, porque nos hace creer que somos los únicos que comprenden la importancia, belleza o desesperanza de cada acontecimiento. Somos los que despreciamos a la mayor parte de la humanidad por no amar como nosotros, pues ellos pasan página rápidamente mientras nosotros nos nutrimos y nos dejamos morir con el recuerdo de una sonrisa -que sólo será eso- durante meses, o incluso años. Somos los que queremos recibir lo que creemos dar, aunque nada de eso suceda, pues todo queda en nuestra imaginación cinematográfica que, peligrosamente, se funde con la realidad. Sentimos como nadie, pero lo hacemos a base de mundos en potencia. 

Ahora que comprendo que todo esto es una mentira, me he vuelto a topar con el no saber, con la deriva, y sigo queriendo encontrar respuesta a mi pregunta, aunque no quisiera volver a cuestionarme del mismo modo que hasta ahora. No, nada de eso. Si quiero saber quién soy, debo ser capaz de hacer todo aquello que me he ido vedando debido a la autocrítica que terminó siendo el masoquismo más radical, únicamente con un sentido: el de dar un valor, a poder ser especial, a mi existencia. 

Sin embargo, he de reconocer algo: el no saber incluye la posibilidad, que radica, únicamente, en la acción. Y he aquí el rayo de luz. ¡Parece que no todo está perdido! No se trata de empezar de cero. Siempre odié esa expresión. Se trata de coger otro camino distinto al que acostumbrabas y, del cual, ya conoces su desembocadura. Algo así como establecer nuevas conexiones y elaborar, así, una nueva estructura donde consultar, en momentos de flaqueza o de victoria, la identidad. Porque, como decíamos mi amigo y yo, (aunque fue idea suya, confieso) frente a semejante interrogación, la respuesta más convincente, a nuestro modo de ver, radica en las conexiones de ideas y las respuestas ante estímulos. 



sábado, 1 de febrero de 2014

La Duda

Ni mucho menos se trata de la primera vez que veo esta película. A decir verdad, la primera vez que la vi, fue por obligación. Para la asignatura de Lógica y Teoría de la Argumentación, exactamente. Jesús Alcolea, que era nuestro profesor, nos habló de la película y dejó la puerta abierta a la realización de un comentario sobre la película, apelando, cómo no, a los muchísimos aspectos de la película que nos podían sugerir elementos como la certeza, duda, vacilaciones, creencias o emociones.

No me tiembla el pulso en absoluto al coronar el largometraje como uno de los mejores de todos los tiempos. Me gusta porque me hizo pensar en su día y lo sigue haciendo, por muchas veces que la vea. Tanto es así, que acabé comprándola. 

Se titula "La Duda", y bien es cierto que la película no trata de otra cosa. Según mi perspectiva, que no tiene que ser la correcta ni mucho menos, el espectador podrá saborearla si, realmente, al finalizar ésta, no tiene un veredicto sobre la situación. De eso se trata y, para mi gusto (insisto), ahí reside la esencia de la historia.

El ser humano siempre ha sentido una especie de pánico patológico al no saber, al no poder dar respuesta, al no poder ofrecer un juicio irrevocable. Aunque todos vivimos, sí. Vivir es fácil, después de todo. No lo es tanto cuando te paras a preguntarte el porqué de las cosas. Investigar no es como salir a correr, por mucho que no te apetezca. La película es tan sobresaliente que, lejos de ser excelente en sí misma, te ayuda (y mucho) a conocer a la persona con la que la has disfrutado. Sí, no exagero. Resulta un método muy válido para saber cómo funciona alguien. 

En la película, quizás, el carácter de los distintos personajes está demasiado marcado, incluso exagerado. Se trata de la única pega que le veo al filme, pero no culpo a sus responsables, pues ellos bien debieron saber que se enfrentarían a un público poco exigente, poseedor de un nulo pensamiento crítico, acostumbrado a que se lo den todo triturado para hacer el mínimo esfuerzo a la hora de comprender. El cine se ha acabado aceptando como una actividad lúdica, como un pasatiempo vacío, como un recreo. Muchos ven películas cuando el aburrimiento se adueña de ellos. Personalmente, esta actitud hace que me eche las manos a la cabeza, y con razón. Con perdón, dejaré a un lado mi opinión sobre la utilidad del cine para centrarme en lo que llevaba entre manos.

Como decía, nos topamos con una Meryl Streep todopoderosa, hipergaláctica, capaz de todo. Ella no necesita a nadie. Todo el mundo le respeta, pero la base de este respeto tiene lugar en el miedo, lo cual, siendo el vivo rostro de una institución como es la Iglesia, puede dar algún que otro problema. En especial, cuando se avecinan cambios en el comportamiento, maneras y tradiciones de las personas, del vulgo, de la gente que necesita de la Iglesia y que, a su vez, la Iglesia necesita, porque de no tener público, ésta caería olvidada. Así pues, y como otra cara de la moneda, tenemos el papel de Philip Seymour Hoffman, quien comprende el papel de párroco de una Iglesia y el colegio que dirige Streep. Dos titanes, en efecto, enfrentados en una película que saca, para mi gusto, lo mejor de ambos.

Meryl Streep es la soberbia personificada. Ella no vacila bajo ningún concepto. Dura y entera como una roca, indestructible, es incluso más sagrada que el Cristo que lleva colgando a lo largo de toda la película. Ella es la viva voz de la experiencia. Ella encarna a esas personas que creen saberlo todo por el hecho de tener años en la espalda. Lo llaman experiencia, sí. Y, quien quiera verlo como yo, observará que ésta te proporciona, simplemente, un escudo que se utiliza como protección. Así es el perro cuando se le ha maltratado: desconfiado y habilitado para morder cuando se siente amenazado. Lo mismo ocurre con el saber que procede de la simple experiencia cuando no se ha analizado, paso por paso, lo que creemos haber aprendido de ella.

Seymour Hoffman, por el contrario, representa la novedad. La cara recién lavada de la Iglesia. Bajo la orden suprema de Jesucristo "amarás al prójimo", lleva a cabo su vida. Él desea acercarse a las personas, desea proteger al débil, al marginado. Sin embargo, una serie de elementos estéticos (que abundan en la película, y maravillosamente), harán que dudemos de su bondad natural, de su don, de su papel. Estos elementos, como decía, nos llevarán a pensar que, quizás, se trate de una persona que huye de su pasado, que sin duda debe ser oscuro, pues no se hace alusión directa al mismo en todo el largometraje. Además, presenta unas características físicas y unos gustos que harán que dudemos de su identidad sexual: posee una enorme fijación por el buen aspecto de las uñas, por la limpieza, por el orden, por la medida, como también gustará de llevar flores secas entre su Biblia, pues, como dice, le recuerdan a la primavera. 



Como intuirá el lector, aquí falta una presa. Se trata del marginado al que aludíamos antes, aunque superficialmente. Un niño, claro. Un tema, actualmente, muy de moda: el de la pederastia y los abusos por parte de curas. Por desgracia, hemos conocido muchísimos casos en diferentes órdenes de todo el mundo. Sin embargo, y gracias a la exquisitez de los guionistas, la película es mucho más que ésto. De hecho, aunque no pueda pasar por alto el protagonismo de esta alarma prometedora del peligro, no es, ni mucho menos, lo más importante. Es más: si el espectador ha visto bien la película, no debería emitir juicio alguno sobre si se han llevado a cabo esos hechos tan vergonzantes.

Y, he aquí la gracia: el no poder opinar por carecer de pruebas suficientes y válidas. Aunque, claro, de todo hay. Es lo que tiene la diversidad. Claro está que lo más fácil es no hacer nada, pero también lo es, habiendo una evidente escasez de pruebas (como es el caso), dejarse llevar por el poder que te ha sido otorgado siendo más papista que el Papa para hacer tu voluntad en la Tierra y en el Cielo. De pruebas no se vive por mucho tiempo, pues germinan en forma de dudas, y, éstas, en un laberinto infinito que angustia en enorme medida al que las posee. El papel de Meryl Streep es, sin duda, el más importante de la película porque posee la esencia del título. Férrea como sí misma, se vale de certezas que ella misma saca del cajón de su experiencia. Carece de pruebas reales, aunque no de ficticias. Su colegio, su labor y responsabilidad y, también, su fama, están en juego. Y ella no lo olvida en ningún momento. 

No quisiera contar la película. Como veis, he preferido diseccionar el contenido filosófico que me ha parecido interesante, pues no se trata sino de un dilema que se nos puede presentar a todos alguna vez en la vida. Un simple chisme sobre terceros que puede hacer que nuestra actitud hacia ellos cambie para siempre. ¿Deberíamos abrir las puertas a ese chismorreo y crucificar al oponente? ¿Deberíamos, por contra, pararnos a pensar en los motivos que llevan a una persona a decirnos algo sobre alguien? Y, cuando la responsabilidad de creer o no creer es nuestra, ¿qué hacer? ¿Cómo soportar las turbulencias de la duda que llega hasta la náusea?

La película no ofrece respuestas. Por ello, es una buena película: porque el fin lo pones tú, y sólo si eres realmente aventurero. Y, bueno: ya sabemos cómo terminan muchas aventuras. La opinión no es lo importante, al fin y al cabo. Cada persona, al terminar la película, emitirá su juicio. ¡Ay, la condición humana, cuánto pesa, menudo lastre! Pero así es. Yo también lo hago cada vez que termina. Lo único que digo es que me quedo con la duda, porque pocos ascos puedo hacer al bueno de Philip Seymour Hoffman, quien me enamoró para siempre desde que le vi en esa película. Su interpretación es brillante, como siempre. Su defensa no llega, jamás, al ataque (de Meryl Streep no podemos decir lo mismo), pero es tan intensa que es imposible no simpatizar, aunque sea un poco, con él. El papel de Meryl llega a ser absurdo. Su firmeza terminará siendo una caricatura. Un roble convertido en tímido y frágil pino. Pero ella no es ella sólo, sino que su labor le exige ser la más astuta. Tras esa máscara, se esconde la mujer pálida de ojos pequeños, enclenque, que, a menudo, su rostro hace gala de largas noches de insomnio.



Cuando un rey se cree un rey, tenemos un problema. Cuando alguien se cree lo que no puede, se presupone un estado de alerta. Las personas no pueden fingir por mucho tiempo su condición humana. No quisiera adentrarme en si es buena o mala, pues no dejan de ser clasificaciones que hacemos de semejante a semejante.

En fin: mirad la película si os apetece aprender una lección que puede valer para toda la vida, si se estudia correctamente. De no hacerlo, también se puede uno sentir identificado con cierto papel y puede, fácilmente, sacar su propia interpretación de los hechos. Porque ésto es, lamentablemente, lo que nos obsesiona: poder dar respuesta a todo. Poder decir "aquí ha pasado ésto por este motivo". Por fin, nos hemos topado con una película que intenta destruir ese estúpido fenómeno que nos encontramos en las salidas de las salas de cine: personas que creen estar en posesión de la verdad en cuanto a lo que han visto en la proyección. A veces, amigos, es mejor no responder. Poco se puede hacer con ese rey que se cree un rey: el pobre, tan sólo es un invidente.

Esta película invita, únicamente, a la reflexión. Debatir en torno a ella está bien si eliges con quién. Y, bueno: se puede decir que yo he tenido suerte.