domingo, 29 de septiembre de 2013

Un recuerdo de infancia

Hace un rato, mientras intentaba dormir la siesta como cada día (nunca lo consigo) me ha venido un viejo recuerdo. En realidad no es tal, sino que mi madre me lo ha contado tantas veces que, de la imaginación, la brotado un falso recuerdo del cual no tendría por qué dudar. 

Al parecer, cuando era muy pequeña e iba a la guardería, había un niño que, por alguna causa, me gustaba. Por lo visto, él se me acercó y yo le facilité mi mejilla para que pudiera besarla. Mi madre lo recuerda bien. Aquel niño no me dio lo que esperaba, un beso inocente que me colmase de ternura, lo único que yo conocía. Debí recibir, en su lugar, un fuerte mordisco que, según testifica mi madre, me dejó marca durante un tiempo. "Así de tierna y confiada has sido siempre, hija", suele añadir al terminar de contarlo.

Le he dado muchas vueltas a esa hazaña. Lo he pensado, lo he imaginado, y realmente puedo revivir aquella angustia que no recuerdo. Es lo que consigue la imaginación y el hecho de pasarte el día dando vueltas a las cosas. Sé que no suena sano, pero cuando una persona es así, poco le importa si lo es o no lo es. Ya no podemos deshacernos de nosotros mismos. A estas alturas, no. Además, no sólo lo utilizo para martirizarme, sino que me sirve para aprender de mí misma en la medida que me es posible conocerme.

¿Acaso algo ha cambiado desde entonces? ¿Acaso mi disposición es distinta? No podría contestar a estas preguntas con rotundidad, pero me vais a permitir que me decante por un no. Y, es que, a estas alturas, a mis veintidós años (que no son nada y lo son todo), a veces sigo pensando que puedo recibir todo lo que doy. No sé qué hace falta para que me caiga del burro de forma definitiva, realmente no lo sé, ya que todavía ando dolorida de algún impacto contra el suelo. Parece que ni a golpes aprendemos algunos.

El hecho de que esté dudando de mi inocencia supone que ésta ya no tiene tanto protagonismo en mi vida. Lo único que sé es que hoy por hoy, seguramente, seguiría poniendo la mejilla como he ido haciendo a lo largo de mi vida. Parece que esa perspectiva, bajo un punto de vista que no es el mío, puede no agradar. O, quizás, también ocurre que les pesan más otra serie de circunstancias. El final es el mismo. 

Los motivos que te llevan a caer no importan, sobre todo cuando vas a ciegas y la droga te hace olvidar el peligro y el mismo dolor. Pero, como toda droga, el efecto acaba esfumándose, y ahí quedo yo. O tú. Y el dolor comienza a despertar y no duda en adueñarse de ti. Escuece, a veces incluso hay viejas heridas que no han terminado de cerrar. O sí, nunca lo tienes claro. Porque, ¿cuándo se supera algo? La gente habla mucho de superación, y espero que no se refieran al olvido, porque este es imposible si no tienes alzheimer o vas con el corazón en la mano por la vida. Pero cualquiera cambia, ¿verdad? Lo cierto es que yo me niego a hacerlo. Mira, algo que tengo claro. Todo apunta a que seguiré poniendo la mejilla y me expondré a lo que, en el fondo, todos nos exponemos: que te den otro mordisco o, por el contrario...