domingo, 27 de octubre de 2013

Apología de Carlos Areces

Ayer tuve la ocasión, después de cuatro o cinco años, de volver a ver a un viejo ídolo. Aunque, para mí, más que un ídolo es un amigo, ya que el cariño que he depositado sobre él ya ha sobrepasado la barrera de la simple idolatría. Evidentemente, es porque él ha hecho que así sea. 

Hace mucho que descubrí a Carlos Areces. Comencé a ver La Hora Chanante para después pasar a Muchachada Nui, y pronto, muy pronto, uno de los chicos empezó a ganarse mi respeto. No era el que más actuaba, precisamente. Parecía que la sombra de Joaquín Reyes o Ernesto Sevilla eran largas, muy largas, ya que éstos abarcaban la mayor parte del protagonismo. Por alguna razón que tengo bastante meditada pero que sobra exponer, pronto me cansé de Joaquín como de Ernesto, porque alguien había conseguido eclipsarlos con sólo unos segundos sin hacer necesariamente nada.

¿Qué me gustaba tanto de Carlos? Sin duda alguna, su pasividad. Él salía en televisión, trabajaba actuando delante de una cámara, pero la situación no era distinta a cuando yo me levantaba por la mañana y me miraba al espejo, descubriendo en mi rostro unas alegres guacheras blanquecinas y resecas. Pasividad absoluta, vamos. Una actitud de "esto no va conmigo" que no podía no maravillarme. Supongo que me sentí muy identificada con ese aspecto. Y ahí empezó todo. 

Tuve la inmensa suerte de poder conocerle un día de rodaje, en Madrid. Se trataba de un sketch dirigido por Nacho Vigalondo, y por poco no pude ir por ser, entonces, menor de edad. Si no recuerdo mal, tenía 16 años cuando eso ocurrió. Nunca olvidaré aquel dolor de estómago al ver a mi ídolo de espaldas, caracterizado como Marty McFly, como tampoco aquellos abrazos que me dio. Recuerdo perfectamente todo. Siempre que lo hago, se me dibuja una sonrisa en el rostro. Es entonces cuando comprendes que, por mucho que haya pasado el tiempo y te hayas dejado cosas por el camino, las recuerdas con mucho cariño a pesar de todo. Porque sí, en mi caso fue así. Todo lo que me unía a Carlos (enfocando el escrito hacia su persona, porque así lo he decidido), se perdió, así que dejé de verle durante una larga temporada. 

Nunca dejé de seguir sus pasos. Recuerdo la felicidad que sentí al ver en el cine, por primera vez, Balada Triste de Trompeta. Por fin alguien había visto lo que yo en él. Por fin alguien le daba un papel serio, un papel protagonista, un papel tragicómico donde dejó bien claro que se puede provocar cualquier emoción en el espectador si lo haces bien. No importaba que viniese de hacer comedia en un programa de chichinabo. Los orígenes no importan en absoluto cuando lo que se tiene es talento. Desde ese momento, Carlos dejó bien claro que podía con cualquier cosa que le echasen. Recuerdo lo mucho que deseé volver a verle entonces. Quise felicitarle, pero tampoco podía hacerlo. Además, Ojete Calor desapareció del mapa y, si tenía pocas ocasiones de volver a verle, se reducían todavía más. Estas cosas y otras más, me las fui guardando en el cajón de cosas que decirle algún día, el cual, hoy, he decidido abrir y ordenar un poco.

Tuvo que pasar mucho tiempo hasta el día de ayer, que volví a verle. Desde entonces, él no ha parado de trabajar. Ha tenido tiempo de demostrar quién es, y, sobre todo, lo muchísimo que promete. Ya tengo yo ganas de que vuelvan a darle un buen papel en el cine, como hizo Álex de la Iglesia con Balada Triste. Pero, claro, no las tenía todas conmigo. Yo soy una persona bastante insegura, aunque pueda parecer lo contrario, y siempre me voy a lo peor. Pensé que, cuando volviera a verle, podría no ser lo mismo que hace años. Son cosas que pasan por la cabeza cuando dejamos de ver a alguien a quien tenemos mucho cariño. Incluso pensé que podría no acordarse de mí, así que ayer me llevé una grata sorpresa.

Ahora comienza el escrito desde una perspectiva más actual, (no menos real o sentida que la anterior). Quizás pueda escribirlo algo mejor, pues está todo bastante más reciente, lo cual está genial teniendo en cuenta que estoy escribiendo sobre ayer por la noche. 

Como he dicho anteriormente, estaba deseando tener una nueva oportunidad para volver a ver a Carlos. Desde que le vi por última vez, tanto en su vida como en la mía han acontecido muchísimas cosas, lo cual me provocaba algo de inseguridad a la hora de verle. Pero, cuando ya estábamos pegados al escenario, en primera fila, esperando a que salieran Ojete Calor, aquella sensación, algo agorera (muy típica en mí) pasó. Quizás tuvo algo que ver el whisky. O no. El caso es que, cuando volví a verle, sentí una alegría enorme. Un sentimiento que tenía abandonado volvió a salir anoche, y lo hizo como nunca. Además, me dieron la oportunidad de cumplir un sueño, que es salir al escenario con ellos. Quizás me curaron el miedo escénico para siempre. Pronto lo descubriré en clase, ya que me toca exponer a Aristóteles en un par de semanas... Pero lo mejor vino a posteriori, cuando por fin pude ir a hablar con ellos. 

Yo estaba, verdaderamente, muy nerviosa. Supongo que lo notarían. Quise expresarles la alegría que sentí en ese momento, pero creo que no fui capaz, porque debí quedarme sin palabras. Cosas del directo. En cualquier caso, imagino mi cara de emoción mirando a Carlos mientras él me decía cosas (porque soy consciente hasta cierto punto de los acontecimientos cuando le veo, es decir, yo veía, por ejemplo, que emitía sonidos por su boca) y yo trataba de contestarlas con la máxima coherencia posible, como si verdaderamente me estuviera enterando de algo.

Estuvo como siempre, muy cariñoso y detallista, con nuestras bromas de siempre, las cuales me encantó que recordase. La verdad es que, aunque todo fuese como siempre, algo había cambiado. Debe ser que cinco años dan para mucho, sobre todo cuando pasas de los 17 a los 22 (aunque para algunos os pueda parecer una diferencia ridícula), pero en mi vida han cambiado muchísimas cosas, en especial yo y mi forma de verlas, de digerirlas. Anoche pude experimentar que algo que me ha encantado siempre, ahora lo sigue haciendo, pero de forma diferente. Trataré de explicarme: lo esencial continúa intacto, y se hace visible cuando yo me quedo sin palabras delante de mi amigo e ídolo Carlos Areces. Pero los cambios que experimento llegan algo más tarde, no mucho más. Más concretamente, de camino a Valencia, en el coche, mientras piloto y copiloto cantaban Wuthering Heights, de Kate Bush, y mis dos compañeros de la parte de atrás iban dormidos. ¿Qué había cambiado? 

Supongo que las circunstancias. Hasta entonces, había visto a Carlos con unas personas, en un círculo distinto, y yo sufría, en mayor medida (mejor no os lo imaginéis), los gajes de la adolescencia más profunda, que incluyen algo más que abundante acné y que algo tiene que ver, también, con la tontería más profunda. Ahora es algo distinto: aunque sigan apareciendo granos en mi rostro y se encuentren rastros de tontería (es algo que forma parte de mí), ayer todo transcurrió de manera distinta. Ayer fui yo misma, no forcé absolutamente nada. No quiero decir que lo hiciese en un pasado. No sabría explicarlo, pero si tuve esa sensación anoche será por algo, porque debí notar una diferencia palpable. 

Estuvimos tranquilos en el hotel donde se hospedaban, hablando un rato. Aunque Carlos estuviese hablando con un compañero y yo con Aníbal y mis amigos, intercambiamos alguna que otra mirada. Miradas cortas, pero para mí muy reconfortantes. Y, es que, si algo me gusta de Carlos, es lo que expresa con los ojos. Podría ser mudo y me daría igual, efectivamente. De hecho, no cantaría peor. Le observaba con atención en la medida en que me era posible hacerlo. Veía en él a una persona muy inteligente que, cuando se quita la máscara y baja del escenario y se pone sus camisetas y sus vaqueros, es él mismo y punto. Un hombre normal, como todos. Cuando admiras a alguien te cuesta mucho verle tal cual es, sin ese halo de luz a su alrededor, santificando cada cosa que dice o hace, pero, en mi caso, ayer fue distinto. No es que todo lo que haga me encante o desagrade. No estoy hablando de eso. Estoy hablando de un hombre que se quita un vestido de comunión y bebe Coca-Cola con la lengua que, después, bebe agua en vaso y quiere irse a dormir porque está agotado de trabajar. Son cosas normales que ayer me encantó apreciar en él. No es nada especial, lo sé, pero el hecho de que no le guste salir por la noche hizo que ganase puntos para mí. Por eso quiero destacar, ante todo, que ayer descubrí lo que más me gusta de él y hasta entonces desconocía, aunque intuía: la capacidad de dejar de hacer el tonto con la mayor dignidad posible para, también, ser un hombre normal y tranquilo, con sus cosas. Le encontré cansado, muy cansado, pero me gustó mucho que se mostrase tal y como se encontraba. Es algo que la mayoría no hace, ya que se esfuerzan en ser lo que no se puede las veinticuatro horas al día. Tras el descanso en el hotel, llegó la hora de irse. La despedida fue muy bonita, nos dimos un fuerte abrazo, y me fui con la sensación de que todo parece indicar que más pronto que tarde, volveremos a vernos. No sé si en Valencia, Madrid, Córdoba o Barcelona. Con nosotros nunca se sabe.

Terminando ya: podríais leer este escrito y pensar que soy una fan loca. Quizás, en cierto modo sea así. No os quito vuestra parte de razón, pero no se trata de un hecho injustificado. Carlos ha hecho posible que, a pesar de todo, mi cariño y gratitud por él no haya hecho más que aumentar. Además, a cualquiera le haría feliz tener una relación tan auténtica con alguien que admira.

Os dejo con la foto de ayer. Espero que os guste.



sábado, 5 de octubre de 2013

Los santos inocentes

Ya hace algún tiempo, antes de que el cine fuese un pilar en mi vida, me topé un buen día con esta película. No recuerdo haberle puesto gran atención. De hecho, tengo únicamente el vago recuerdo de verme en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, años más tarde, y repitiéndose la deprimente escena (cambiando, eso sí, la disposición al séptimo arte y quizás, la fragancia de algunas gotas de madurez adquirida con el tiempo), volví a toparme con ella. Ahora sí: puede decirse que fue la primera vez que veía, realmente, la película. Porque esta cinta no puede mirarse como quien mira Los Simpson al mediodía.

Cuando ves por primera vez Los santos inocentes no puede sino impactar, y lo hace como un puñetazo en el estómago de buena mañana, después de haber tomado el café, cuando todo parece transcurrir con normalidad. Pero esta película tiene algo. Es como esa llamada al teléfono, después del café, que rompe y aniquila todo signo de tranquilidad que acostumbra a apaciguar el ambiente. Es la puerta de bienvenida a un pasado no tan lejano que, de algún modo, todavía aletea en nuestra memoria, en nuestra forma de ser y reaccionar ante la vida. Porque la injusticia nunca ha dejado de respirarse. Ni ésta, ni otros tantos temas que la película toca.

No me gustaría contar de qué va, mas prefiero dejar constancia por escrito en algún lugar sobre lo que más me ha llamado la atención del largometraje. No es poco. El que avisa, no es traidor.

Cuando ves la película resulta inevitable resoplar, apretar los puños, dar rienda suelta al tic de las piernas inquietas, reír e incluso tener la necesidad imperiosa de encenderte un cigarrillo cuando te come el estómago la ansiedad. Así es, no exagero en absoluto. ¿Quién en su sano juicio podría pasar por alto los mil y un detalles que nos brinda Mario Camus? Sin duda, alguien que se dedique a verlas venir y verlas pasar. Alguien que afirme sentir por el hecho de ser humano y tener adjunta esa propiedad. Pero, ¡ay! bien sabemos que no todo el mundo puede hacerlo, y mucho menos de la forma en que sería menester.

Como he dicho anteriormente, no deseo contar la película, pero sí quisiera destacar algunos detalles que, personalmente, me llegan a lo más profundo del corazón. Creo que no me equivoco en destacar el temor, el rol de servidumbre, la (no) dignidad, la miseria, la venganza, la inocencia y lo más artificial y tóxico de todo: la jerarquía.

Nos encontramos ante un Alfredo Landa brillante como siempre, haciendo el papel de un perro apaleado disfrazado de padre de familia, siempre agradecido por ser premiado con unas pocas migas de pan duro, tristes sobras de un exquisito banquete que debió tener lugar hace algunos días. Por otro lado, Terele Pávez. No es que tenga demasiado protagonismo en la película, pero tampoco lo necesita: esta actriz encarna como nadie el papel de una mujer miserable, harta de la vida y resignada, madre de una familia sometida y rota. Por otro lado, sus hijos. Uno de ellos, sin nombre. Debe ser lo mejor para no encariñarse con una criatura sin porvenir a causa de una grave enfermedad y escasez de medios. Y, cómo no. Francisco Rabal. Sin duda, el papel más notable del celuloide. Me atrevería a decir que el título de la cinta se refiere a él; aunque todos, salvo los señoritos explotadores, sean santos inocentes. Unos, por temor: la jerarquía fluye por las venas de todo el que no piensa, pues no se cuestiona bajo ningún concepto que hay señores y explotados. La desgraciada familia ha adquirido el rol de esclavos, y viven agradecidos. Otros, por instinto: el papel de Rabal encarna a un pobre hombre retrasado, blanco fácil de todas las bromas en las mesas con sirvienta, mantel y cubertería. Blanco fácil que sorprenderá a pesar de su evidente inocencia (pues en la película encontrarán numerosos detalles que justificarán la misma, algunos que retratan con la mayor fidelidad lo grotesco y repugnante de nuestra asquerosa facultad de ser), con personificar la parte más animal de la condición humana, la venganza, la rabia y el odio. Ojo, también el cariño y la entrega ciega a lo que sea, poco importa (pongamos un pájaro, como es el caso) con tal de sentir esa placentera reciprocidad y plenitud del sentirse parte de una mitad cuya unidad en sí misma es pura entelequia.

La película vale la pena por la mirada de Alfredo Landa. No hace falta que pronuncie palabra, lo comprobaréis sin dificultades. También, por esas carreras de Terele Pávez a la verja del cortijo del señorito, marcadas por un paso firme pero a la vez indeciso y algo torpe, propio del velo de la responsabilidad que envuelve el más puro temor al fracaso, ridículo o lo deshonroso. También por la actitud de Francisco Rabal, un anormal que termina siendo el plato frío que nadie espera debido a sus pocas luces. Un hombre adorable que nunca olvida a quién se dirije, y que, quizás, incluso lo sabe mejor que los que parecen estar cuerdos y han elegido ser santos, pero a sabiendas.

Expresiones como "el trabajo dignifica" o "ver, oír y callar", quedan aniquiladas en el filme. Una inmejorable forma de romper con la tradición, con la escasez de remedio. Una lección de cordura de la mano de un paleto miserable. Un espejo sobre el que admirar nuestra auténtica identidad harto reprimida y disfrazada de salvaje. Porque las normas, las jerarquías y modales no son más que una farsa, invención de unos pocos para otros muchos, siempre en favor de los primeros, desconociendo que la vulnerabilidad y la muerte es lo que nos asemeja, pues la ceniza no deja de ser lo que es, y los gusanos más de lo mismo.