sábado, 5 de octubre de 2013

Los santos inocentes

Ya hace algún tiempo, antes de que el cine fuese un pilar en mi vida, me topé un buen día con esta película. No recuerdo haberle puesto gran atención. De hecho, tengo únicamente el vago recuerdo de verme en el sofá mirando la televisión. Sin embargo, años más tarde, y repitiéndose la deprimente escena (cambiando, eso sí, la disposición al séptimo arte y quizás, la fragancia de algunas gotas de madurez adquirida con el tiempo), volví a toparme con ella. Ahora sí: puede decirse que fue la primera vez que veía, realmente, la película. Porque esta cinta no puede mirarse como quien mira Los Simpson al mediodía.

Cuando ves por primera vez Los santos inocentes no puede sino impactar, y lo hace como un puñetazo en el estómago de buena mañana, después de haber tomado el café, cuando todo parece transcurrir con normalidad. Pero esta película tiene algo. Es como esa llamada al teléfono, después del café, que rompe y aniquila todo signo de tranquilidad que acostumbra a apaciguar el ambiente. Es la puerta de bienvenida a un pasado no tan lejano que, de algún modo, todavía aletea en nuestra memoria, en nuestra forma de ser y reaccionar ante la vida. Porque la injusticia nunca ha dejado de respirarse. Ni ésta, ni otros tantos temas que la película toca.

No me gustaría contar de qué va, mas prefiero dejar constancia por escrito en algún lugar sobre lo que más me ha llamado la atención del largometraje. No es poco. El que avisa, no es traidor.

Cuando ves la película resulta inevitable resoplar, apretar los puños, dar rienda suelta al tic de las piernas inquietas, reír e incluso tener la necesidad imperiosa de encenderte un cigarrillo cuando te come el estómago la ansiedad. Así es, no exagero en absoluto. ¿Quién en su sano juicio podría pasar por alto los mil y un detalles que nos brinda Mario Camus? Sin duda, alguien que se dedique a verlas venir y verlas pasar. Alguien que afirme sentir por el hecho de ser humano y tener adjunta esa propiedad. Pero, ¡ay! bien sabemos que no todo el mundo puede hacerlo, y mucho menos de la forma en que sería menester.

Como he dicho anteriormente, no deseo contar la película, pero sí quisiera destacar algunos detalles que, personalmente, me llegan a lo más profundo del corazón. Creo que no me equivoco en destacar el temor, el rol de servidumbre, la (no) dignidad, la miseria, la venganza, la inocencia y lo más artificial y tóxico de todo: la jerarquía.

Nos encontramos ante un Alfredo Landa brillante como siempre, haciendo el papel de un perro apaleado disfrazado de padre de familia, siempre agradecido por ser premiado con unas pocas migas de pan duro, tristes sobras de un exquisito banquete que debió tener lugar hace algunos días. Por otro lado, Terele Pávez. No es que tenga demasiado protagonismo en la película, pero tampoco lo necesita: esta actriz encarna como nadie el papel de una mujer miserable, harta de la vida y resignada, madre de una familia sometida y rota. Por otro lado, sus hijos. Uno de ellos, sin nombre. Debe ser lo mejor para no encariñarse con una criatura sin porvenir a causa de una grave enfermedad y escasez de medios. Y, cómo no. Francisco Rabal. Sin duda, el papel más notable del celuloide. Me atrevería a decir que el título de la cinta se refiere a él; aunque todos, salvo los señoritos explotadores, sean santos inocentes. Unos, por temor: la jerarquía fluye por las venas de todo el que no piensa, pues no se cuestiona bajo ningún concepto que hay señores y explotados. La desgraciada familia ha adquirido el rol de esclavos, y viven agradecidos. Otros, por instinto: el papel de Rabal encarna a un pobre hombre retrasado, blanco fácil de todas las bromas en las mesas con sirvienta, mantel y cubertería. Blanco fácil que sorprenderá a pesar de su evidente inocencia (pues en la película encontrarán numerosos detalles que justificarán la misma, algunos que retratan con la mayor fidelidad lo grotesco y repugnante de nuestra asquerosa facultad de ser), con personificar la parte más animal de la condición humana, la venganza, la rabia y el odio. Ojo, también el cariño y la entrega ciega a lo que sea, poco importa (pongamos un pájaro, como es el caso) con tal de sentir esa placentera reciprocidad y plenitud del sentirse parte de una mitad cuya unidad en sí misma es pura entelequia.

La película vale la pena por la mirada de Alfredo Landa. No hace falta que pronuncie palabra, lo comprobaréis sin dificultades. También, por esas carreras de Terele Pávez a la verja del cortijo del señorito, marcadas por un paso firme pero a la vez indeciso y algo torpe, propio del velo de la responsabilidad que envuelve el más puro temor al fracaso, ridículo o lo deshonroso. También por la actitud de Francisco Rabal, un anormal que termina siendo el plato frío que nadie espera debido a sus pocas luces. Un hombre adorable que nunca olvida a quién se dirije, y que, quizás, incluso lo sabe mejor que los que parecen estar cuerdos y han elegido ser santos, pero a sabiendas.

Expresiones como "el trabajo dignifica" o "ver, oír y callar", quedan aniquiladas en el filme. Una inmejorable forma de romper con la tradición, con la escasez de remedio. Una lección de cordura de la mano de un paleto miserable. Un espejo sobre el que admirar nuestra auténtica identidad harto reprimida y disfrazada de salvaje. Porque las normas, las jerarquías y modales no son más que una farsa, invención de unos pocos para otros muchos, siempre en favor de los primeros, desconociendo que la vulnerabilidad y la muerte es lo que nos asemeja, pues la ceniza no deja de ser lo que es, y los gusanos más de lo mismo.