jueves, 6 de marzo de 2014

Estructura e identidad

Tengo demasiadas horas entre clase y clase. En principio, es un problema. Sí, lo es. Pero, bueno, también me permite hablar con quien me acompañe durante esos largos suplicios, y, normalmente, todos los días me llevo a casa una conversación agradable. No hace mucho, en uno de esos días que parecen no tener fin y que transcurren, en su mayoría, en cafeterías cercanas a la Facultad, mi amigo Mario me habló sobre la estructura. Realmente, estábamos hablando de mí y de mi forma de digerir todo lo que me acontece. Pues, bien: me ayudó a ver la luz del túnel que yo ni podía imaginar.

Desde que se supone que tengo uso de razón (o así han llamado a eso que nos diferencia de los animales, apuntando bien alto) he elaborado una estructura, consciente o inconscientemente, en la que, a la fuerza, nada bueno puede pasarme. No es que haya tenido una vida difícil. O, quizás sí. Depende cómo lo vea el lector, y depende también de sus carencias y puntos de flaqueza, pues a partir de éstas, elaborará un ejercicio empático con las mías. El caso, es que he vivido constantemente preocupada por mi identidad, en búsqueda de la misma. Nunca he estado contenta con nada que he hecho. Tampoco con mi aspecto físico, por supuesto. Y tampoco con mi forma de ser. Vamos, que todavía me pregunto, cada noche, cómo he llegado a acostarme y arroparme sin haberme quedado en algún lugar del camino.

Está claro que las preguntas sobre uno mismo son inútiles a la hora de encontrar una respuesta convincente y objetiva. Bajo mi punto de vista, empapado de otros que no forman parte de mí sino del resto, y especialmente de una persona que me ha marcado más de lo que me gustaría desde mi infancia, conocerse a uno mismo es imposible. Especialmente, cuando no se hace nada. Sí: cuando uno se castra, cuando uno poda (¿para sanear qué?) una por una, sus pulsiones.

Me costó mucho llegar aquí. Aunque sé que no encontraré respuesta a la pregunta, reconozco que el no saber me desestabiliza, aunque he de aprender a vivir con ello. Sin embargo, algo sí tenía claro: casualmente, a todo le daba el peor de los sentidos, la más tenebrosa de las interpretaciones, y las disfrazaba, sin titubeos, de realidad objetiva. Tiene gracia, teniendo en cuenta lo escéptica que soy con todo lo que hago. ¿Por qué iba yo a dejarme abanderar por la amargura? Quizás, le encontré el gusto por algo. Quizás, me hacía sentir más profunda. Quizás, todo empezó como le sucede a cualquier niña desdichada que acaba encontrando placer en el dolor, para acabar haciendo de éste un estilo de vida del que no puede deshacerse fácilmente. Así acabó siendo: mi identidad debía estar ligada a la penuria. Caí en mi propia trampa disfrazada de ideal romántico. Yo misma confeccioné un ideal de mí misma. Un camino fácil, después de todo, para poner punto final a las cefaleas que me provocaba la constante búsqueda de la autodefinición definitiva.

No podía tratarse sino de otra mentira más. Y, lo que es peor: era mía. Y me la tragué. Lo hice durante muchos años. Qué demonios: todavía no he salido de ella. Pero, por suerte, mi amigo Mario, del que anteriormente hablaba, me cogió de la mano y me sacó de la cueva. Me hizo ver cómo era el mundo fuera de mi estructura. Vi muchas cosas: el tercer ojo que tanto me preocupaba no existe, pues, únicamente, resultó ser una entelequia y una estrategia para examinarme en cada cosa que llevaba a cabo. Resultó ser, también, que no todo me salía mal. Que las personas me querían tal y como era, y que, algunas, las más avispadas, advertían cuando no tenía un buen día y venían a preguntarme qué demonios me rondaba a lo largo y ancho de mis sesos. También, que hacer de la tragedia un estilo de vida y crear un mártir a tu imagen y semejanza, es para cobardes conformistas. Y yo, al parecer, soy algo más que eso. O eso quisiera.

Por eso, y como todo parece ser cuestión de estructura, y ésta no es otra cosa que vitalismo, decidí mover ficha. No es que crea en mí, y no es que no vuelva a caer una y otra vez. Salir del ideal de uno mismo es tarea ardua. La voz de la conciencia, que representa siempre lo mismo, pesa demasiado. Los monstruos se apoderan de cualquier brote de optimismo y lo exterminan, haciéndolo añicos. Parece que no queda otra que dar pasos a ciegas, siempre bajo la amenaza del ridículo y el terror al fracaso.

En esas me hallo. Sin embargo, mi situación no dista en absoluto de la del resto. Aunque, bueno, hay quien nunca se juega nada y, por tanto, nada tiene que perder. Luego, en el otro extremo, estamos los que nos lo jugamos todo y los que tememos, de nuevo, esa aparición del monstruo en forma de pregunta, culpabilidad y ridiculez. Somos los que nos tomamos el cine demasiado en serio. Somos los que hacemos, de cualquier situación, un guión perfecto y una secuencia sublime que, recordemos, no deja de ser pura imaginación que nada tiene que ver con la vida real y que, realmente, morimos por toparnos con ella (con la naturalidad), pero nos falta desprendernos de ese ojo que nos endiosa, aunque por poco tiempo, o condena a muerte de forma definitiva. Somos los que buscamos y añoramos el drama, porque nos hace creer que somos los únicos que comprenden la importancia, belleza o desesperanza de cada acontecimiento. Somos los que despreciamos a la mayor parte de la humanidad por no amar como nosotros, pues ellos pasan página rápidamente mientras nosotros nos nutrimos y nos dejamos morir con el recuerdo de una sonrisa -que sólo será eso- durante meses, o incluso años. Somos los que queremos recibir lo que creemos dar, aunque nada de eso suceda, pues todo queda en nuestra imaginación cinematográfica que, peligrosamente, se funde con la realidad. Sentimos como nadie, pero lo hacemos a base de mundos en potencia. 

Ahora que comprendo que todo esto es una mentira, me he vuelto a topar con el no saber, con la deriva, y sigo queriendo encontrar respuesta a mi pregunta, aunque no quisiera volver a cuestionarme del mismo modo que hasta ahora. No, nada de eso. Si quiero saber quién soy, debo ser capaz de hacer todo aquello que me he ido vedando debido a la autocrítica que terminó siendo el masoquismo más radical, únicamente con un sentido: el de dar un valor, a poder ser especial, a mi existencia. 

Sin embargo, he de reconocer algo: el no saber incluye la posibilidad, que radica, únicamente, en la acción. Y he aquí el rayo de luz. ¡Parece que no todo está perdido! No se trata de empezar de cero. Siempre odié esa expresión. Se trata de coger otro camino distinto al que acostumbrabas y, del cual, ya conoces su desembocadura. Algo así como establecer nuevas conexiones y elaborar, así, una nueva estructura donde consultar, en momentos de flaqueza o de victoria, la identidad. Porque, como decíamos mi amigo y yo, (aunque fue idea suya, confieso) frente a semejante interrogación, la respuesta más convincente, a nuestro modo de ver, radica en las conexiones de ideas y las respuestas ante estímulos.