viernes, 12 de septiembre de 2014

Proyecciones justificadas

Hace tiempo que no escribo por varias razones. Entre ellas, se encuentra la decisión de última hora de no hacer públicos mis pensamientos, puesto que, cada día, me doy más cuenta de que no tienen cabida en ningún sitio. Tampoco es que importen, la verdad. Se debe escribir para uno mismo, o eso dicen, pero, ¿qué sería de todo lo que hacemos si no tuviera ningún tipo de repercusión en el mundo, o en nuestra diminuta e insignificante parcela del mismo? Debe ser que me gusta llamar la atención. El caso es que aquí estoy, y lo necesito profundamente. Una buena película me ha animado a reconciliarme con la indecisión frente al teclado. Siempre se encuentran excusas, y no vacilo en afirmar que ésta es la mejor que he encontrado en mucho, mucho tiempo.



Siempre acudo al estreno de las películas que contienen el nombre de Philip Seymour Hoffman. Esperaba muchas más, pero, como recordaréis, hace poco murió y, bajo mi punto de vista, se encontraba en la cima de su carrera. Su nombre sonaba fuerte y auguraba un éxito para el público exigente que se lo piensa dos veces antes de pagar nueve euros y medio por sentarse en una butaca y escuchar las palomitas deshacerse entre los dientes de los espectadores. 

La película es imprescindible. Entre tanto estreno absurdo, por fin nos topamos con una cinta que vale la pena. Un thriller que te mantiene en tensión de principio a fin y, no sólo eso, sino que va en aumento. Corbijn nos regala escenas de altísima calidad y profundo significado. No es, simplemente, una película de espías. Eso es lo de menos: hay muchísimo más, y sólo al que realmente comprenda la desesperación del personaje principal (el de Hoffman) le será posible recopilar cada uno de los detalles que harán que el espectador se largue a vomitar a causa de la tensión acumulada al terminar la proyección.



Una película nunca es la misma aunque su visionado se repita. Hablaré más de lo que, para mí, significa Philip Seymour Hoffman y, también, de mi extracción de la cinta que de la misma en sí. No me gusta contar las películas. Considero que, en este caso, sería un crimen.

Bueno: sea por lo que sea, hace algunos años, mi padre solía invitarme a su casa para ver alguna película. Si mal no recuerdo, me puso "Magnolia", y me quedé prendada de un tipo con la mirada perdida y desesperada, con un cabello rubio, inusual, que atrajo la mayor parte de mi atención. Siempre me ha gustado el cine, pero no siempre he sabido verlo, y todavía me queda mucho por aprender. Por aquella época, imagino que debí quedarme más impactada por la presencia de aquel hombre, más bien paticorto y rechoncho, que del guión magistral de tan inmensa película que volvería a ver años más tarde. Pasaron los años, las circunstancias cambiaron y mi manera de ver el mundo dio tal giro que, ciertamente, no recuerdo la inocencia y despreocupación de aquellos días (que, imagino, nunca fueron tal, pues siempre he acostumbrado a complicarme la vida). A veces lo echo de menos. Echo de menos algo que no recuerdo cómo era y que dudo que fuese.

Mis ídolos cayeron. Debían hacerlo y, lejos del deber, simplemente cayeron por sí mismos. Imagino que a muchos nos ha pasado. El cordón umbilical me impedía dar demasiados pasos sin salir de mí misma. No estoy hablando de falta de libertad, aunque sí de otras cosas. Toda carencia pasa a ser prioridad, de tal manera que, lo que tenemos, no solemos dotarlo de demasiada importancia. Bien, pues me encontré sola. Rematadamente sola. Así es como me siento últimamente. 

No sé cómo demonios recuperé al hombre del pelo más atrayente que he visto en mi vida, pero volví a toparme con él. Debí verle en alguna película y no hizo falta hacer consciente que sería mi actor favorito. Pero era mucho más que eso: no sé si le doté de todo aquello que me faltaba y necesitaba en un ser humano; no sé si él, realmente, era todo lo que yo podía desear, pero pasó a ser parte de mí y me tranquilizaba pensar que, en el otro extremo del planeta, había un hombre atormentado que trabajaba haciendo películas, dotado de un talento extraordinario e ignorado por la industria del cine, mucho más preocupada por hacer películas de superhéroes o estupideces de Julia Roberts encontrándose a sí misma entre paisajes exóticos. Una persona que se esforzaba por hacer de cada escena un momento único e irrepetible. Él no repetía, sino que empezaba de nuevo de una manera natural e incontrolada. Un tipo que contaba con una personalidad abrumadora. Un actor de pura raza, si se me permite la expresión, de pies a cabeza. Pero él no era Ryan Gosling. Las muchachas no suspiraban por él, (ya lo hago yo por ellas) por lo que difícilmente podía jugar sobre un abanico más amplio de géneros. Por suerte. Y no es casualidad que todo lo que tocaba se convirtiese en obra de arte. Él sabía elegir. Conocía sus límites, como también su punto atractivo a explotar. Y qué bien lo hacía.

La película, como he dicho, no sólo va de espionaje. Considero que tiene mucho que ver con el mismo Philip. Gunther (su personaje) es un profesional en lo suyo. Es inteligente, cauto y honesto. Parece que la vida le ha ganado la partida, que las malas experiencias no dejan lugar al buen augurio, al respiro, al triunfo. No obstante, trabaja para superarse a sí mismo y caerá en lo que caemos muchos: en la confianza en el semejante. Y, es que, cuando uno es como es, sin quererlo espera lo mismo del resto (no deja de ser algo egoísta, qué se le va a hacer) y, después, ocurre lo que ocurre, y llega un momento que dar cualquier paso en la vida cuesta el doble porque el miedo, a pesar de no tener nada que perder, asusta y mucho. Todos sabemos que siempre se puede tocar fondo un poco más. Pero, claro: el karma no existe, y todo buen acto no es correspondido. Hay ocasiones en las que sucede todo lo contrario: uno se esfuerza por actuar honestamente, por no jugar sucio, por hacer bien lo que sea que esté haciendo... Y parece no servir de nada, porque siempre hay un lugar para el mediocre, y de éstos está el mundo lleno. Los mediocres se divisan unos a otros y, como si fuesen perros, se huelen unos a otros para salir de dudas. Y, sí: normalmente, van con la predisposición correcta. Me recuerda demasiado a mi Facultad y todo lo que allí se cuece.

En fin: resulta que Philip se fue, y ya no me era posible pensar que había alguien en el mundo que, a pesar de todo, seguía adelante siendo el mejor y, a la vez, ignorado. Su lenguaje corporal en todas y cada una de sus películas es, exactamente, el mismo, y no me cabe duda de que todo aquello que escapaba a su voluntad era él mismo, y eso es lo que me gustaba. En mi mundo, las apariencias superan con creces a la esencia, y Philip suponía, para mí, una válvula de escape a todo ese tinglado. Adoraba su pelo grasiento, sus uñas sucias y su estómago exagerado. Adoraba su fidelidad a él mismo porque yo quería sentirme como pensaba que él debía sentirse. Imagino que, si acabó como acabó, quizá no estaba tan a gusto consigo como yo pensaba. No me extraña nada. El mundo aprieta y ahoga sin piedad, y a uno no se le permite ser, sin más. Uno se cansa, por supuesto que sí. Y, ante todo, está el aburrimiento. 

Tengo veintitrés años y, como diría Isabel Coixet, "la gente, por lo general, me da un asco..." Es cierto. Estoy aburrida de mi entorno, de las noticias de cada día, de las personas, de sus planteamientos, de su comportamiento previsible, de su mediocridad. No se trata de un juicio injustificado, aunque el lector pueda pensar misa. Se trata de que estas personas desechan el sentido del humor por una supuesta falta de profundidad. Se trata de personas que van de nihilistas, de existencialistas, de cultos y bohemios, de intensos, de poetas, de enfermos mentales. Hablan de la locura y la desconocen por completo. Hablan del amor y no sé muy bien qué es, van de nihilistas pero tienen fines, ¡vaya si los tienen! y, en efecto son tan vulgares como ellos mismos. Y no se trata de desprestigiar los placeres del cuerpo, no quisiera caer en el cartesianismo del que he pecado durante mucho tiempo. Es que, simplemente, me apetece desprestigiarles porque me aburren y resultan ser los más numerosos, para mi desgracia y la de algunas personas que, a mi parecer, tienen dos dedos de frente y viven preguntándose el motivo de esto o aquello para acabar determinando que la respuesta que buscan, simplemente, no tiene sentido. Y hay que sobrevivir haciéndose pasar por mediocre hasta que se te termina la paciencia, como es el caso. Considero que Philip se cansó. Él era un hombre inteligente.

Al salir del cine, tras los créditos, el negro se apoderó de la pantalla y podía leerse "En memoria de Philip Seymour Hoffman". En menos de un segundo, comenzó a sonar la inconfundible "Hoist that rag" de Tom Waits, y el mundo cayó sobre mi cabeza melancólica. Adoro esa canción, y adoro al hombre que había estado mirando durante un rato. Y ya no está, ni lo estará más. Y, la película, me sirvió para estudiar un poco más su personalidad, para descubrir sus verdaderos demonios, pero se acabó el repertorio sobre el que me era posible profundizar. Sólo me queda recurrir a lo que ya he visitado. Por suerte, como decíamos al principio, nunca se ve dos veces lo mismo. Si todo va con normalidad, me queda por vivir mucho tiempo y no volveré a descubrirle, aunque sí a redescubrirle. Me he sentido huérfana de talento, verdaderamente, y he recordado que ya no podía aliviar mis momentos de crisis pensando que él existía en alguna parte y que, en algún momento, me regalaría el resultado de su duro e impecable trabajo. Me he fumado un cigarrillo y, al consumirse, lo he tirado y se ha perdido para siempre. Y todo parece funcionar de la misma manera.



Siento que el lector, lejos de haber encontrado un análisis de la película, haya dado con una especie de cuaderno de desesperación. Simplemente, ya he dicho en un principio, la película ha ayudado a que sea capaz de poner por escrito parte de lo que me lleva atormentando desde hace un tiempo. El cine debe ser como la poesía, después de todo. Considero que está dirigido o escrito con una intención que puede deformarse hasta la saciedad dependiendo del consumidor. Ahí reside la belleza de este tipo de arte: nunca es definitivo y siempre está abierto a nuevas interpretaciones y cambios. Ayuda a vomitar pensamientos inconexos para dotarlos de un sentido que olvidaremos cuando la sensación de alivio desaparezca.

Gracias, Phil.